Aún antes de que la brisa helada de la madrugada humedeciera su rostro, Askell Alberich estaba despierto. El leve escalofrío que sintió le sirvió solo para, al fin, localizar el pequeño pero eficiente agujero en su pared que tiempo ya llevaba molestándolo en las noches. Arcaicamente improvisó un obturador utilizando un ya desocupado trozo de papel, el que plegó hasta formar un pequeño corcho que abarcó por completo la abertura. Suspiró. Primero el estúpido e imposible sueño que lo había despertado y luego el fastidioso bache que, pudo deducir al sentir su garganta hirviente y adolorida, había logrado causarle un resfriado. Se recostó en su cama y miró la hora. Cuatro menos cuarto de la mañana, y gracias a un extraño insomnio adquirido hace unas semanas cuando se despertaba en la noche, no iba a quedarse dormido otra vez. Prendió la luz, a oscuras y a un par de horas del amanecer no podría hacer mucho. Miró a su alrededor, a su reducida pero adorada habitación; el único lugar en el que podía sentirse un individuo, una persona solitaria y despreocupada. Lejos de los gritos continuos de sus hermanos menores y los regaños incesantes de sus padres por ser tan antisocial y nunca acercarse cuando invitados o familiares visitaban a la familia. La extensa colección de libros, textos y obras al frente de su cama era su mejor amiga. Acudía a ella a diario, cuando la rutina lo extenuaba y la vida familiar lo volvía loco. Unas siete horas al día, entre justo después de la vuelta de la escuela y justo antes de quedarse dormido.