Nota del Autor: Un millón de gracias a Lia Lerena, que me hizo el favor de betear este cuento


El Tejedor de Historias


Entré a mi casa dando un portazo, murmuré un saludo a la pasada a mi madre y a mis hermanas y me encerré en mi pieza. Saqué mi agenda de mi mochila y busqué algo que hacer: una tarea, un informe, cualquier cosa... cualquier cosa práctica, algo completamente material de que aferrarme.

La curiosidad pudo más que yo y me asomé a la ventana. Mismas nubes grises, misma plaza aburrida.

Que alivio. Todo igual que siempre. Pude respirar más calmada. Todo seguía igual.

Me atreví a mirar otra vez. Unas cuantas gotas empezaban a caer y la poca gente que pasaba abrió sus paraguas negros.

Todo igual que siempre.

Sentí la primera punzada de desilusión.

Me la encontré en el metro, probablemente el lugar más lleno de banalidad de la ciudad. Usaba un abrigo negro y abrazaba a su mochila; parecía cansada, tanto como cualquiera de los pocos pasajeros que todavía viajaban ese día.

Al principio no le presté atención. Yo también estaba cansada y mirar a extraños en el metro no me entusiasma. Pasaron varias estaciones y la miré de nuevo, por casualidad.

Ella me seguía mirando.

Me sentí incómoda y fingí que lo más interesante del mundo es ver como pasa el túnel en la ventanilla. Mentira. No estaba viendo el túnel, miraba mi reflejo en el vidrio y a ella, al otro lado del vagón. Mirándome, estoy segura.

¿Es qué no le enseñaron que eso es de mala educación? La situación ya me había colmado la paciencia, así que le dediqué una de mis miradas poderosas, de esas que reservo para ahuyentar a mis hermanas de mi pieza. Me devolvió la mirada sin siquiera pestañear, pero con una leve sonrisa: mitad divertida, mitad disculpándose. Pero funcionó, o eso creí; porque se dio vuelta y se sumergió en la contemplación de la negrura de su propia ventana.

Entonces entendí quien era. Cuando dejó de mirarme y siguió con la mirada pérdida en la oscuridad y una sonrisa estática en los labios. Pero no miraba el túnel ni le sonría al reflejo, lo podría jurar.

Se asomaba a un mundo mucho más lejano, donde el metro en que viajábamos era sólo una fantasía, el sueño futurista de algún demente. Donde las multitudes y el cansancio de la rutina no eran más que un recuerdo molesto. Le sonreía al mundo donde la imaginación es el límite y no realidad.

Era un tejedor de historias.

La palabra llegó a mi mente como sugerida por un invisible consejero. Nunca antes había oído hablar de un tejedor ni mucho menos visto uno.

Y allí estaba disfrazada como uno más de nosotros.

Tejiendo historias.

Poblando su mundo de dragones y doncellas, de héroes y hechiceros. Jugando con lo sobrenatural, con la casualidad, con el "que pasaría si...", esa infinita gama de posibilidades.

Por un momento vi expandirse los caminos. Vi como se extendían ante mis pies las opciones de lo que podría ser. Una maga, una hada, una simple mortal o toda una diosa. Podría vivir un amor de leyenda y conocer el significado del "y fueron felices para siempre", podría avivar el espíritu de los hombres y guiarlos a la victoria en la batalla, podría explorar mundos aún por descubrir...

¡No! –grité en silencio, para que sólo ella me escuchara- ¡No quiero¿Por qué yo¡No seré tu personaje!

Pero ella no me escuchó, perdida para siempre en su sueño.

Me paré de mi trono-asiento-naranjo-de-metro y esquivando al cruzado-hombre-de-negocios alcancé la bóveda-puerta.

Palacio-Calabozo-Estación Orbital -Estación Baquedano.

Bajé y corrí tambaleante hasta la pared de mármol-aluminio-azulejos. Me apoyé sobre los azulejos verdes, los que debían ser. Cerré los ojos y sentí la fría materialidad del azulejo en mis palmas, en mi rostro.

La señal del cierre de puertas anunció que el metro ya se iba.

Me atreví a mirarla por última vez. Aún estaba ahí. Con su abrigo negro, su mochila y su cara de cansancio. Me sonrió y el tren se la llevó lejos.

La poca gente de la estación me miraba como si estuviera loca. No les hice caso y me fui lo más rápido que pude.

No me desvié de mi camino, no miré a los lados y por sobre todo no me pregunté "que hubiera pasado si...".

Llegué a mi casa y cerré con un portazo.