1978
Capítulo Quinto
El último transporte se alejaba rápidamente del agonizarte campamento, mientras que en el cielo, una columna de cazas enemigos giraba para terminar de barrer con lo poco del cuartel que aun se mantenía en pie.
A pesar de esto, el grupo de improvisados soldados auxiliares era llevado al ala norte del campamento, cargando pesadas ametralladoras y decenas de sacos con arena: Se preparaban atrincherar la guarnición y cerrar el camino a Punta Arenas.
Alberto, ya sobrepuesto de su conmoción inicial, comenzó desesperadamente a buscar algún medio para llegar a la batalla. Cuando pensó que iba a tener que recorrer los 10 kilómetros a pie, para su sorpresa, vio como un viejo camión de carga salía disparado de uno de los pequeños hangares que todavía se mantenía en pie y a toda la velocidad que su desvencijado motor se lo permitía, enfilaba hacia el norte en busca de la frontera.
Inmediatamente el joven se lanzo a la carrera. Corrió con todas sus fuerzas los 100 metros que lo separaban del vehículo y se asió con fuerza de una de las barandas del acoplado, intentando encaramarse en el carro.
Sin embargo, para un chico recién salido de un prolongado periodo de convalecencia, el esfuerzo de la larga mañana le empezaba a pasar la cuenta y sus debilitados músculos no tuvieron la suficiente potencia para subirlo al camión.
Cuando pensó que iba a caer, del vehículo salieron una decena de manos que lo pescaron y lo ayudaron a trepar hacia el área de carga. Ya arriba, un montón de hombres lo miraban entre extrañados y divertidos, mientras él, jadeaba penosamente en el suelo del tambaleante camión.
-¡Güen dar con el pequeñito! – dijo jocosamente un hombre moreno y bajito, que lo miraba con grandes ojos – Este chiquillo lo único que quiere es pelear. Fíjese mi Capi, si hasta casi se mata por subirse al carmion.
Un alto hombre de unos 50 años, que venía de la parte delantera del vehículo, le dirigió una dura mirada y le dijo molesto:
-Por última vez le digo cabo Cardemil; Se dice "camión", no "carmion". ¡Hable bien y no deje en vergüenza al regimiento! Mire que aparte de huasos [hombres de campo], los enemigos van a pensar que somos rotos.
Unas ahogadas risas surgieron de los otros hombres que se encontraban sentados en el compartimento de carga. Alberto se dio cuenta de que aquellos hombres no podían ser soldados. O por lo menos, no regulares del ejército. Su vestimenta consistía en un poncho oscuro, chupallas de cuero, polainas de rodeo y lustrosas espuelas doradas. Hubiese jurado que se encontraba rodeado por un grupo folklórico, si es que aquellos hombres hubiesen llevado guitarras en vez de rifles a repetición.
El aludido no se avergonzó y socarronamente respondió:
-No se preocupe mi Capi, que cuando les pasemos balas a los argentinos, les voy a recitar toitas las poesías que me sé.
El capitán se puso rojo de furia y lo agarro manotazos en la cabeza. El cabo, cubriéndose con sus brazos, intento arrepentirse de su atrevimiento:
-Me callo, me callo mi Capitancito, pero no me pegue más. No ve que me va a descomponer la vista y no voy a poder disparar el condenado jusil.
Los demás soldados se agarraban la panza riendo a carcajadas. El Capitán lo golpeo un par de veces más y rumio un "abrase visto el huaso atrevido" antes de detenerse.
Luego, dirigiéndose a Alberto le pregunto.
-Nombre, rango y unidad, soldado.
-Alberto Wood – respondió el chico, cuadrándose rápidamente - Subteniente de la 4° Compañía del Batallón Movilizado Carampangue, a su orden… ¿señor?. – Iba a llamarlo capitán pero se arrepintió en el último segundo y el tono de duda se plasmo en la palabra final.
Alberto comprendió al instante que había cometido un error. El hombre lo miro con recelo y sus ojos pasaron por su sucio uniforme, por su viejo fusil, y por sus hombros que no vestían ningún distintivo. Al parecer iba a decir algo, pero en ese momento el inconfundible sonido de un avión volando a baja altura llego al oído de todos los que iban a bordo.
Dos cazas biplanos, con un gran motor de hélices en cada ala, aparecieron a 900 metros de la cola del camión.
-¡Todos al piso! – alcanzo a bramar el comandante de los huasos, antes de que los aviones escupieran una ráfaga de mortíferas balas de 300 mm sobre el lento camión.
Casi por milagro ninguno de los proyectiles hizo blanco y ambos aviones pasaron zumbando por sobre el desvencijado camión, listos para volver y enmendar su error.
-¡Soldado Trujillo! – Grito el capitán dirigiéndose hacia la cabina del conductor - lleve derecho el camión hacia los arboles que se ven a su derecha.
Un bosquecillo de altas araucarias se extendía cerca de la berma del camino. Con gran esfuerzo el camión logro avanzar sobre el fangoso suelo y remontar la empinada berma. Lamentablemente no fue lo suficientemente rápido. Alcanzo a llegar al linde del bosque justo cuando los aviones estaban a distancia de tiro, y aunque los centenarios arboles evitaron que los biplanos se acercaran más, una certera andanada de sus proyectiles dio de lleno en el compartimiento de carga del camión.
Alberto y una veintena de huasos, incluyendo al capitán y al burlón cabo Cardemil, habían alcanzado a lanzarse fuera del vehículo, cuando este aun se mantenía en movimiento. Solo quedaban adentro tres hombres, los que se habían apiñado en el hueco de salida esperando su turno para arrojarse al exterior. Todos murieron inmediatamente, despedazados por las formidables balas anti-fuselaje de los biplanos, que estremecieron el carro perforándolo como si este fuera un simple trozo de mantequilla caliente.
Los aviones se elevaron ruidosamente y el sonido de sus grandes hélices se alejo hacia el norte, en busca de nuevos blancos que destrozar. En tierra, el camión continúo su avance por unos 200 metros más y se detuvo gradualmente, perdiendo velocidad con cada metro recorrido. Un tambaleante hombre salió del asiento del conductor y cayó sobre el pasto, a pasos del vehículo. Todo el grupo corrió a socorrerlo.
Una enorme herida de bala atravesaba su pecho. La sangre manaba a borbotones y el hombre no podía articular palabra sin ahogarse con sus propios fluidos. El capitán fue el primero en llegar junto al maltrecho soldado e intento infructuosamente detener la hemorragia, pero nada de lo que hizo pudo contener el constante chorro rojo que brotaba por ambas paredes de su torso. El daño era colosal y el oficial no sabía qué más podía hacer.
Como leyendo la impotencia en los ojos de su jefe, uno de los huasos se acerco y sostuvo la mano del agonizante hombre mientras le susurraba un padre nuestro a los oídos. El herido haciendo acopio de sus últimas fuerzas metió su mano dentro de su grueso poncho y saco de él una arrugada carta.
Sus cansados parpados se abrieron con dificultad y con su último aliento musito débilmente: "entréguensela a mi negra" antes de quedar con la mirada perdida, contemplando las copas de las majestuosas araucarias bailar al compás del viento.
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Nota del Autor: Muchas gracias a todos los que me han dejado reviews y me han apoyado en la difícil tarea de escribir un relato aceptable. Ojala que el quinto capítulo sea de su gusto. Esta vez, volví a Alberto y desarrolle la historia con más diálogos, ya que creo que ese es un aspecto débil en todos mis escritos y debo tratar mejorar. Saludos a todos, DeMoNDReS.