TAL VEZ MAÑANA.
Ya están aquí. Creías que estabas preparado, pero no es así. Llevan viniendo durante casi tres meses, todos los días, siempre a la misma hora y se quedan el mismo tiempo. Conoces cada uno de sus gestos, sabes que su hermano está constantemente vigilando a los chicos para que no se acerquen a ella y que sólo vas a tener la oportunidad de decirle un tímido hola junto con una sonrisa igual de tímida. Y aunque la esperabas, no puedes evitar que te tiemblen las manos al verla. Oíste su nombre y nunca lo olvidas. Anne. ¿Cómo podrías olvidarlo?
Era guapísima. Eso pudiste verlo el mismo día en el que te pusiste ese ridículo uniforme por primera vez. Necesitabas trabajo para poder comprarte aquel coche con el que llevabas soñando los últimos meses. Por suerte, el novio de tu madre te consiguió este trabajo y, aunque no te hacía mucha gracia, aceptaste. No te imaginabas trabajando en una ruidosa y apestosa bolera. Pero con tus dieciocho años recién cumplidos no podías permitirte exigencias. Sin embargo, no imaginabas que, cuando estabas molesto con Pete por no encontrarte otro trabajo mejor, verías un ángel.
Una chica puede ser guapa según los valores de la sociedad: alta, delgada, con un largo pelo sedoso y unos ojos de impacto. Luego están las que son hermosas. Aquellas que desprenden una luz que, aunque no puede verse con los ojos, se percibe con el corazón. Una luz que ilumina los oscuros temores que rondan a tu alrededor y desprenden tal calor que son capaces de derretir los corazones más fríos.
Anne era así. Sus rasgos podrían no ser considerados como bonitos. La nariz era tal vez demasiado grande, los ojos estaban muy juntos,… Sin embargo, ningún hombre, ya fuera hombre o niño, podía despegar sus ojos de ella. Por eso su hermano la protegía y no se separaba de ella. Aunque tal vez fuera porque él no quería separarse. Era tan feliz con ella. Gracias a ella podía ver lo hermosa que era la vida. Podía haber felicidad, incluso después de la fatídica muerte de sus padres cuando ellos apenas eran unos niños.
Aún recuerdas la primera vez que la viste y aquellos segundos en los que sólo te miraba a ti. Pasaron tan rápido; pero, sin embargo, te dio tiempo a imaginar una vida junto a ella. Aún recuerdas lo maravillosa que podía haber sido. Todavía piensas en cómo te imaginaste que sería besar esos dulces labios, el sabor que tendrían.
Sin embargo, los segundos pasaron y el momento acabó. Pasó a tu lado, al mostrador de tu derecha, y pudiste oler su exótico perfume. Nunca habías olido algo parecido, y hacía que aún te embobaras más. ¡Cuántos días arrepintiéndote de la cara de payaso que pusiste! Ni siquiera notaste la penetrante y amenazadora mirada de su hermano. Como la que le dirige un perro callejero a otro cuando éste entra en su territorio.
Agatha fue la afortunada de atenderle y tú pudiste oír su nombre. Anne. Su hermano captó tus intenciones y tus pensamientos al primer segundo, pero también lo hizo la bondadosa Agatha. Ella, que podría ser tu abuela. La madre de Pete, el novio de tu madre. Él nunca te gustó; sin embargo, su madre siempre fue una persona maravillosa. A sus setenta años y todavía seguía trabajando en el negocio que su difunto marido consiguió levantar tantos años atrás con mucho esfuerzo.
En cuanto Anne y su hermano se dieron la vuelta para ir a la pista (la número siete, todavía lo recuerdas) Agatha te miró. Diciendo con una sola mirada lo que tú ya sabías Debías ir a hablar con ella, o posiblemente te arrepintieras el resto de tus días. ¿Cuál fue tu contestación?
- Tal vez mañana.
Pasaron tres horas y se fueron y tú pasaste toda la tarde desconsolado, pensando en que ya no había vuelta a atrás. La habías perdido antes de conocerla. Suplicaste al cielo, a la tierra, a los dioses y diosas que pudieran existir, al azar y al destino que te permitieran volver a verla. Que esta vez actuarías, no ibas a dejarla pasar otra vez.
¡Qué sorpresa fue verla entrar al día siguiente otra vez por la puerta de la bolera! Misma hora, misma pista, mismo rato jugando y misma cobardía. "Tal vez mañana" respondías a la voz de tu cabeza que te decía que actuaras.
Y así fueron pasando los días. Bebías cada detalle que podías de Anne. Siempre te decías que tal vez mañana fueras a hablar con ella. A veces no ibas porque su hermano estaba realmente amenazador. Otras te parecía que ella no estaba de humor. Otras no te creías lo suficientemente digno.
Así pasaron las semanas. A veces les atendías tú, lo que te suponía un gran esfuerzo; a veces la paciente Agatha, que veía como desperdiciabas cada buena oportunidad. Aunque sabías que ella observaba cada patético movimiento que hacías para acercarte a Anne con infinito amor, nunca le oíste ni una palabra recriminatoria. Ninguna palabra de desaliento. Ella confiaba en ti, en que un día conseguirías vencer a la timidez y conquistar a la dama de tus sueños. De Agatha sólo recibías miradas de aliento, veías la esperanza en sus ojos, una sonrisa cariñosa, oculta entre las arrugas de su boca, cada vez que dabas un paso hacia delante.
Todos los días la misma rutina. Llegabas, te ponías tu sudado y deslucido uniforme. Te estremecías cada vez que la puerta se abría y cuando veías que no era ella, sudores fríos te recorrían la espalda. ¿Qué habías hecho? Ahora sí que no volvería, te decías. Volvías a pedir vela aunque sólo fuera una vez más; que serías valiente, te engañabas. Y milagrosamente volvía a aparecer, ¿y tú que hacías? Nada. Tal vez mañana, tal vez mañana, te repetías.
Hasta que un día, ya no volvió. Ya no tendrías más oportunidades. Habías tenido muchas y todas las desperdiciaste. La vida es una dama caprichosa y un día se cansó de esperarte. Te brindó muchas invitaciones a ser feliz, pero tú las rechazaste.
Lloraste mucho, aunque tu orgullo de hombre te impida admitirlo. Pasaste malos ratos y los pasaste solo porque no querías que nadie supiera de tu estupidez y de tu dolor. La echaste de menos: su luz, su calor. Aunque fue más doloroso volver a verla. Porque esta vez la viste de la mano de tu mejor amigo. Él no sabía que la amabas, él no tenía la culpa. Ella tampoco sabía que la amabas, por lo que tampoco era culpable. Sólo tú lo eras.
No fue hasta mucho tiempo después, cuando ellos estaban felizmente casados, viviendo una vida que debía haber sido tuya, cuando supiste la verdad. Ella te lo digo entre risas una noche de Navidad. Entre risas porque era una de las anécdotas de la juventud que solíais contar en esas reuniones de amigos. Porque aún eras su amigo, porque nunca dijiste la verdad, porque nunca confesaste que aún la amabas, porque seguís queriendo a tu mejor amigo.
Cada uno de los días que ella iba a la bolera lo hacía para verte. Para esperar sólo una señal, sólo una que le dijera que tú tampoco podías dejar de pensar en ella. Que la amabas. Sólo una palabra. Pero esa palabra nunca llegó. Pasaron los días y aún mantenía la esperanza de saber si debía esperarte. Pero nunca lo supo. Cada vez que salía por la puerta de la bolera susurraba en voz tan baja que ni siquiera su hermano la podía oír:
- Tal vez mañana.