Erzsébet: Die Blutgräfin.

Nota del autor: Esta es la historia de Erzsébet Báthory, una en la que trato de seguir fielmente TODA la vida de la Condesa, y no solamente la mórbida y groseramente popular etapa de su locura. Aviso en este momento, que no me interesa recrear una parte de la vida de esta persona, porque intento escribir novela histórica, y me interesa develar la totalidad de lo que vivió, para poder explicar y fundamentar lo que viene después de este capítulo. Soy un particular defensor de la idea que reza: 'Si vas a saber algo, ¿Porqué no saberlo completo?', así que no esperen encontrar una más de tantas historias que terminan en orgías de sangre, o algo por el estilo…al menos, no en este capítulo. XD

* Otra cosa: Jorge Báthory ya estaba muerto en la época en que comenzamos, pero decidí mantenerlo vivo, por un tiempo…XD Y disculpen la rapidez con que está escrito el presente capítulo. Simplemente no dispongo del tiempo que desearía.

* La Condesa *

Capítulo 1: Los nobles siempre van al cielo.

Anna Báthory bajó del fastuoso carruaje, y levantando su vestido blanco, se dirigió al imponente castillo. Llevaba en su mano un gatito gris. Su pequeña hija, Erzsébet, observaba un arbolito que ella misma había plantado semanas atrás, y que ahora crecía orgulloso, y se sentía arrobada por el poder de la mano de Dios, que todo lo puede.

- ¡El Señor debe ser lo que más ames en este mundo, Erzsébet! ¡Recuérdalo bien, y no te atrevas a olvidarlo! – era el primer recuerdo que tenía en este mundo. Su madre habíase cuidado muy bien de darle una educación religiosa inmaculada, y puede decirse que Erzsébet nunca olvidó aquella aseveración, con su propia exégesis.

En aquel preciso momento, su preceptor le explicaba la diferencia entre lo animado y lo que no podía tener alma. La rozagante criatura parecía no querer atender a la lección, y el profesor debió hacer cabriolas para poder atraer la atención de la pequeña Condesa.

- Todo lo que ves, cuanto te rodea y regocija los sentidos, esta creación maravillosa del Señor, Erzsébet, es lo que debe convencerte de su supremo poder. Esta semilla guarda la esencia poderosa que desencadenará la vida. Por esto es que los árboles crecen de las semillas, porque están vivas…

La idea le pareció fascinante. Sonrío con recato, y trato de imaginar cómo podía darse aquel milagro. No pudo hacerlo, por lo que le pidió al profesor que le explicara de un modo más sencillo y llano.

- Déjenos solas, Herr Plözl. – susurró Anna Báthory, una vez dentro de la habitación. El maestro hizo ademán de reverencia, se despidió de la pequeña, y salió de los aposentos. Erzsébet miró a su madre largo rato, hasta que vio al gatito y se levantó presurosa para tomarlo.

- ¿Es mío, madre? – sonrío maravillada. Anna la traspasó con su mirada glacial y la apartó de su lado.

- Debes comportarte como una condesa, Erzsébet… Este animal es tuyo, eso ya lo sabes. Si no lo fuera, ¿para qué lo traería conmigo? Sabes bien que detesto los animales… - guardó silencio unos momentos, en los que se ocupó de observar la habitación en la que se encontraba. Tenía que estar completamente limpia. - Debes esperar a que te lo ofrezcan. ¡¿Cuándo vas a aprender?!

- Lo siento, madre. – dijo la pequeña, bajando la mirada. Esperó entonces, con las manos unidas sobre el regazo.

Ana observó a su hija, y se le ablandó el corazón. Sabía que era demasiado dura, pero con ella también lo habían sido. Quería que Erzsébet fuera fría y distante, para que no tuviera que sufrir lo mucho que a ella le había tocado.

- Ven aquí, pequeña… - extendió su brazo, tomando la manita de su hija. Cuando por fin la tuvo cerca, la abrazó, y el gatito le fue entregado. – Por supuesto que es para ti… Es sólo que, tú conoces las reglas. Debes obedecerlas, porque así es como son las cosas. Ahora, vístete. La comitiva de los Nádasdy está por llegar…

- ¿Los Nádazdy, madre? ¿A qué vienen?

- Lo sabrás cuando lleguen. – abrió la puerta del recinto, y salió. Erzsébet se quedó con el gato en la mano, acariciándolo suavemente. De pronto, tuvo una idea. Levantóse exaltada, y tomando la vasija donde ocupada hubo estado, arrancó el arbolito de cuajo, y cavó un agujero en la tierra. Su rostro permaneció impasible mientras colocaba al animal dentro del hueco recién abocardado. Lo miró, inexpresiva, y con una de sus tiernas manos, le echó tierra, lentamente, mientras con la otra lo sostenía para que no escapase. Una vez terminado su proyecto, se sacudió airada. Dejó la vasija al sol, y corrió a donde Slézy, para que la bañara y la vistiera.


El Sol ya había caído, cuando Anna se presentó en las habitaciones de su hija, a buscarla para la reunión. Soplaba un aire distante, que traía el olor del río y del bosque que rodeaba el castillo. La pequeña salió de sus tocadores envuelta en vestidos color lila, con varias cintas en su cabello y sus blanquísimas manos cubiertas por adorables guantes.

Madre e hija se saludaron, inmutables, tomáronse de las manos y se dirigieron al salón, donde György Báthory recibía a los Señores Nádazdy y a su servidumbre. Presentaron a un muchacho enorme como su hijo, Férenc, y después de las respectivas salutaciones y reverencias, se aproximaron a la bellísima mesa tallada en Constantinopla, siglos atrás. Anna y Erzsébet entraron al salón, pidiendo excusas, en el momento en que se extendía sobre la mesa un papel unifoliado, firmado previamente por los Nádazdy. Era evidente que tenían prisa en obtener la firma del Conde György, pero sus planes se vieron torcidos cuando Anna arribó.

- Por supuesto, estos tratados ya estipulan que será el joven Férenc, quien tome el apellido Báthory, ¿No es así?

Los Señores Nádazdy se levantaron raudamente, inclinándose de manera leve, nerviosos en demasía.

- Señora, usted disculpe. Habíamos sido informados por el Conde que usted se encontraba en Viena, de visita para con su madre enferma.

- Volví cuando me enteré de que, por solicitud suya, la reunión no tendría lugar hasta dentro de un mes, sino hoy mismo. Comprenderán que, tratándose de mi pequeña Erzsébet, mi madre insistió en que volviera. El Conde no estaba enterado tampoco, porque salí sin avisar que llegaba, pero imagino que esto no tiene importancia alguna. ¿Continuamos?

- Ah… ¡Ella debe ser Erzsébet!

- Sí, ella es. – dijo Anna, acercando a la pequeña de su mano.

- Es una belleza. ¡Cuán afortunado eres, Férenc!

- ¡Es una niña! - gritó indignado el enorme mozo. La madre lo traspasó con la mirada, para después esconder la exclamación oprobiosa que casi se le escapa, en una sonrisa demasiado amplia y demasiado fingida.

- Ya crecerá… Su boda no se celebrará sino hasta que Erzsébet pueda ser tu esposa.

- Querida… - dijo Anna, mirando a su hija, tratando de acallar el compungido sentimiento que la embargaba. – Éste es Férenc, y ha de ser tu marido, ¿has entendido?

Erzsébet asintió, blanca como un papel. Extendió la mano por reflejo, mientras Férenc la tomaba con evidente disgusto. Segundos después, en un inesperado arrebato, salió corriendo hacia sus aposentos, mientras Anna susurraba disculpas, y los Nádazdy la observaban perplejos.

El acuerdo fue firmado después de muchísimos cambios, en los que el mayordomo de palacio hubo de ir a buscar al notario real para crear una copia con todas las ratificaciones hechas. El joven Férenc, visiblemente aturdido y fastidiado después de la primera hora, había salido del Castillo. Una vez que todos los intereses se acordaron entre ambas familias, el tratado fue firmado, y los Nádazdy pudieron partir. Férenc declinó despedirse de la pequeña.

Cuando Erzsébet llegó a sus habitaciones, destrozó sus vestidos primorosos, y se lanzó a la cama. Tomó con desesperación el rosario que se encontraba en la cabecera de su lecho, y se echó encima sus cobertores. No sabía qué había ocurrido, hasta ese momento, no le había pasado por la cabeza que ella tendría que casarse. Uno a uno, fueron pasando los rezos, hasta que pudo calmarse, y caer en el sueño misericordioso. Despertó a la mañana siguiente, encontrando las ventanas cubiertas por pesadas cortinas y todas las puertas cerradas.

Anna Báthory ordenó que fuera encerrada en sus habitaciones por tiempo indefinido. Sólo se abrirían las puertas cuando desease ir al baño o cuando se le diese de comer. Erzsébet pasó cuatro días sentada frente a la mesa de estudios, con la mirada vacía, y un hambre atroz. Sabía por qué su madre quería castigarla, pero no le cabía duda de que no tenían derecho a tratarla como si fuera un objeto. De pronto, se dio cuenta que todas las historias de princesas y mujeres nobles siendo entregadas para reforzar intereses familiares eran verdaderas, y que por esta razón, seguían siendo contadas.

Vio en el piso los varios platos de comida que había rechazado, y que aún nadie se tomaba la molestia de llevarse. Sonrío para sus adentros, dándose cuenta de su propia fortaleza. Levantóse con dificultad, y acudió a la ventana, para observar los campos invernales. El hielo en los vidrios le lastimó las delicadas manos, y cuando intentó resguardarlas dentro de sus vestimentas rotas, se dio cuenta de que estaba temblando. Fijóse entonces en la vasija en que había dejado al animalito. Se dio cuenta que la tierra aún estaba yerma, y asumió que era porque no había sol. Después de todo, el gatito estaba vivo cuando lo enterró. Cavó tan rápido como sus fuerzas se lo permitían, y soltó un grito aterrador cuando descubrió el cadáver en putrefacción, siendo comido por los gusanos. Dejó caer la vasija, y el estallido hizo que Anna Báthory subiera corriendo las escaleras. La visión fue tan fuerte que casi se cae de bruces.

La pequeña Erzsébet se veía famélica, pálida, enferma. Sus piernecitas sangraban por las astillas que habían volado. Los platos de comida arrumbados en el suelo le dieron la explicación de porqué su hija se veía tan débil. Y como siempre le fallase la determinación, corrió llorando a abrazar a la pequeña, pidiendo perdón entre cada sollozo. Erzsébet no se inmutó ni un poco.

A los pocos días, cuando hubo comido, y sus mejillas estaban otra vez rosadas, las clases se reanudaron. Fue informada también, que partiría pronto a los estados condales de su futuro esposo, para 'conocer mejor a su familia'.

Erzsébet recibió al profesor con la compostura debida, pero la noticia le provocaba un sentimiento inefable, de miedo ante lo desconocido, y de profundo oxímoron para con su madre. Recordó lo que había visto pocos días antes, el día en que su madre le levantó el castigo.

- ¿Porqué si… uno pone un animal en la tierra, no crece como un árbol?... – dijo. El profesor sonrío, sin imaginar que la pequeña había realizado el experimento.

- Porque no está vivo, Erzsébet.

- Pero si lo entierras vivo, ¿Porqué no pasa?

- Porque se asfixia y muere…

- Y ¿Qué pasa con su alma? Si está debajo de la tierra, no puede ir al cielo o al infierno.

- Eso es porque sólo los humanos tenemos alma. Por eso, cuando enterramos a nuestros muertos, ellos sí pueden traspasarla. El alma es inmarcesible y eterna. Eso ya lo sabes. Tú irás al cielo, porque eres noble, y así es como son las cosas…

Erzsébet Báthory sonrió, adorablemente. Asimilando la idea con la que acababa de entrar en contacto, agradeció por la lección. Herr Plözl descubrió la razón de la pregunta, cuando vio el árbol feneciendo en el resquicio más obscuro de la habitación. Sintió dolor, porque él le había ayudado a la pequeña a plantarlo, pero no hizo preguntas. Se despidió de la pequeña, una vez concluida la sesión, y salió del castillo, preguntándose si habría sido correcto, halagar a la joven Condesa de tal forma.


Fin del primer capítulo. Espero que les haya agradado, aunque a mí no me convenció mucho… ¡Pero ya necesitaba publicar algo! Nos vemos en la siguiente entrega, que a lo mejor será la actualización de alguna de mis otras historias. ¡Hasta entonces!