1

.

El papel tapiz era viejo y los colores en él se habían lavado bastante con el tiempo. Las lámparas empotradas en las paredes no iluminaban demasiado, todo parecía envuelto en niebla. Los muebles estaban limpios, pero ninguno de los dos confiaba demasiado en ellos como para tocarlos. En el baño había una bañera inmensa que parecía datar de los años ochenta. En sus rostros se reflejaba la luz azul y fría del televisor, con sombras cambiantes. En el techo se veían manchas de humedad y la alfombra rosa del suelo parecía sumamente insalubre.

—Algo huele extraño —comentó David, llevándose una almohada a la nariz y aspirando con fuerza.

Los resortes hacían un escándalo debajo de ellos con cada movimiento brusco.

—¿Te parece el momento para ponerte a oler las almohadas? —se quejó Antígona bajando del colchón.

—Tú estás saltando hace una hora arriba de la cama —rió incrédulo cambiando de canal—. ¡Ni siquiera tienen un cable decente! Pásame un chocolate —ordenó mientras su amiga se sentaba a su lado con una bolsa repleta de golosinas entre las piernas.

—Querías ver cómo era un motel por dentro, no te quejes. Nadie dijo que sería un vergel —bufó Ann desenvolviendo un caramelo.

Dave sonrió y la miró de soslayo mientras masticaba su barra de chocolate.

—Habla la voz de la experiencia… la cual es virgen. ¿Cómo sabes que no te traje aquí para abusar de tu inocencia? —preguntó con una sonrisa repleta de nueces y dulce.

Ann enarcó las cejas y tragó lentamente, aún con la vista fija en el televisor. Había pocas cosas que le dieran tanta vergüenza como el hecho de tener diecisiete años y ser virgen. Y David lo sabía a la perfección, pero a veces bromeaba con eso, logrando molestarla. Un nuevo bocado llegó a sus labios mientras en la pantalla se proyectaba un personaje en tapado y con sombrero que seguía una pista. Ann jamás había tenido novio y poco recordaba su primer beso.

—Lo siento —murmuró Dave acariciando la espalda de su amiga—. Soy oficialmente un estúpido.

—No sé de qué hablas —sonrió ella girando la cabeza hacia él.

David torció el gesto y asintió resignado. Pese a que Antígona era su mejor amiga, no le gustaba compartir esas cosas ni siquiera con él. Dave era un chico simple, había tenido un par de novias a lo largo de su vida, tenía notas ni muy buenas ni muy malas en la universidad, una vida social activa… Ann era su talón de Aquiles, siempre le había parecido insegura y pequeña, aunque no lo era.

—Creo que deberíamos ir a la proyección —suspiró él.

Ella le regaló una sonrisa sincera y asintió, antes de bajar las piernas de la cama y calzarse las botas. El acolchado había quedado arrugado por haber saltado sobre él, y lleno de papelitos y restos de golosinas. No siempre, pero casi todos los viernes en la noche, asistían al parque, en donde se proyectaban películas de antiguos romances o de zombis, con mucha salsa de tomate y salchichas a modo de intestinos.

Salieron de la habitación con las mochilas al hombro y las camperas en las manos. Dave dejó que Ann bajara primero las escaleras que conducían al lobby para bajar luego él. El recepcionista los miró con una sonrisa pícara.

—Eso sí que fue rápido —carcajeó—. ¿La pasaron bien, al menos?

—No es de tu incumbencia, pero sí. Siempre la pasamos bien. Aunque es mejor cuando las sábanas no huelen a mugre —contestó David con una expresión cortés, entregándole el dinero correspondiente a una hora.

El hombre frunció el ceño y recibió el dinero con mala cara. David tenía la habilidad de poner al resto en su lugar sin levantar el puño, cosa que Ann adoraba. Caminaron fuera del motel barato —el cual estaba en medio de la nada, porque en aquél pueblo era una vergüenza ir a un motel— y hasta el auto de Dave, que estaba en el estacionamiento a la vuelta.

Comenzó la partida hacia el pueblo —más que pueblo, pequeña ciudad— en un silencio incómodo. No solían tenerlos, porque él se encargaba de rellenar cada vacío con comentarios ridículos. Se querían mucho, pero Ann sabía que David no la conocía realmente. Era increíble para ella el hecho de tener un amigo que soportara su falta de gracia.

—Creo que hoy dan una de zombis —carraspeó Dave, no pudiendo soportar que nadie dijera nada.

—Excelente —sonrió ella, recompuesta.

Una de las virtudes que él más le aplaudía, era la de poder olvidar con velocidad. Siempre que vomitaba algún comentario errado —como el que había hecho en el motel— que para su amiga era una patada en el estómago, ella se tomaba un par de segundos y recuperaba su sonrisa.

El motel quedaba a una considerable distancia del pueblo, por lo que el viaje tomaba tiempo en medio de la nada. A ambos lados había sólo pasto por al menos media hora. Más si Dave se negaba a ir rápido, porque su "bebe" no aguantaba demasiada velocidad.

Lo más bello de todo ese camino —camino que recorrían por primera vez—, era el cielo, se dijo Ann.

—Mira eso —señaló sonriente una casa que a la distancia parecía de juguete.

—No creo que nadie la habite —comentó, bajando la velocidad del auto—. Mañana vendremos a ver, ¿te parece?

Ella asintió mientras la velocidad volvía a subir. Ambos eran amantes de las aventuras y los escondites secretos, pero en un pueblo, era muy difícil encontrar un lugar que nadie conociera. Hasta el momento, sólo habían conseguido el sillón al fondo de la cafetería y un espacio debajo del puente que sobrepasaba al río.

Antígona se ponía algo nerviosa al estar a solas demasiado tiempo con su mejor amigo. No porque sintiera nada más allá de la amistad, sino porque su conversación a veces se acababa y él era incapaz de disfrutar la compañía en silencio. Además, cuando Dave se aburría, comenzaba a jugar de manos. Aquello la incomodaba simplemente por ser mujer. Claro estaba que David no entendía que ella era una, sino que la veía como a un igual.

Cruzaron el cartel de bienvenida y siguieron por un par de minutos más, pasando caserón tras caserón. El centro estaba repleto de gente, lo cual era lógico. Y por gente, se comprendía la juventud del pueblo. Pocos adultos había allí, y la mayoría salía en viernes a la noche para acompañar a sus hijos más pequeños. Habían hecho un gran trabajo con la decoración. Allí no nevaba, de igual modo lograban darle un aire festivo y navideño al lugar. Aún faltaban semanas para noche buena, pero los locales ya habían colocado luces todas en la misma gama —rojo, naranja y blanco— y muérdagos, música. Se estaban haciendo un festín prematuro y vendiendo como nunca.

Siguieron de largo por una calle paralela, cuando la gente conocida empezaba a desprenderse para saludar desde la multitud.

—¿Segura de que quieres ir a la proyección? —Ann giró la cabeza y lo miró sorprendida.

El auto aminoró la marcha hasta ronronear en la quietud a la espera de que el semáforo volviera a lucir el verde.

—Ey, hay zombis —contestó incrédula—. ¿En dónde más querría estar? —carcajeó.

David apretó la goma que recubría el volante con los dedos de la zurda y sonrió, mirando hacia adelante. Sus manos venosas siempre habían llamado la atención de Ann, al igual que sus brazos. No era particularmente musculoso ni escultural, pero le agradaba descubrir dibujos en las venas que se ramificaban abultándose sólo un poco debajo de su piel. Nunca se había sentado a hacerlo, por supuesto.

Dave volvió a acelerar y los caserones siguieron envolviéndolos. Estacionó en el mismo lugar de siempre, a dos cuadras de la plaza, y puso el freno de mano. Lo bueno de tener un "clásico" —como él llamaba a ese auto— era que nadie en aquel pueblo querría robarlo nunca. Todos tenían lindos modelos de alta gama, los únicos que usaban buenos autos, pero no de primer nivel, eran los adolescentes. Quienes también despreciaban el pobre carro de David.

Comenzaron a caminar en silencio por la vereda enmarcada por frondosos árboles. Las chicharras cantaban y sus pasos hacían eco sobre las baldosas con la música del centro, no demasiado lejano, de fondo. Antígona estaba a la espera de alguno de esos comentarios o intentos de conversación fallidos de Dave, pero nada llegó.

Giró la cabeza para observar a su amigo, quien tenía las manos en los bolsillos delanteros y el perfil en alto, con la vista vagante por las copas casi negras de los árboles. Respiraba pausadamente y arrastraba los pies, pateando piedritas y hojas secas. Ann sonrió al verlo tan concentrado. Probablemente, se dijo, tuviera algún asunto que analizar. Asunto que no estaba dispuesto a compartir con ella por el momento.

Nunca caminaban tan lentamente como aquella noche, pero era placentero hacerlo. Tardaron lo que parecieron años en llegar a la plaza, pero lo hicieron eventualmente. No muchos de su edad iban, más que nada había gente mayor. Los abuelos del pueblo y algunas parejas que no tenían hijos, o si los tenían, estaban en una universidad prestigiosa, lejos de allí.

—No ha venido demasiada gente hoy —sonrió Ann.

—No —suspiró él como única respuesta.

—¿Por qué estás tan… taciturno? —carcajeó.

—Lo siento —sonrió él—, probablemente esté cansado.

En la otra punta de la plaza, se observaba la proyección en un enorme panel blanco como si hubiera sido del tamaño de un televisor. La gente parecía muñecos sentados sobre mantas, en sillas plegables o de pie, comprándole golosinas a Robert, quien estaba ahí todos los viernes.

A medida que se acercaban, el aroma a pasto cuidado y regado les llenaba los pulmones, desplazando ese olor extraño del motel. Ann cerró los ojos por un segundo para disfrutarlo, minutos antes de que alcanzaran su árbol. Un grueso tronco que se retorcía en ramas igual de fuertes, brindándoles un asiento que los volvía privilegiados. Efectivamente estaban proyectando una película de zombis que se arrancaban brazos de cartón remojados en salsa de tomate unos a otros.

Como era su costumbre, Antígona se acomodó en el tronco, mientras David iba por las palomitas de maíz que compartirían luego. Volvió al instante, se sentó al lado de su mejor amiga y se dispuso a disfrutar de un poco de humor morboso.

—¡Sabía que te encontraría aquí! —una voz femenina los obligó a voltearse.

—Rose, hola —sonrió Ann, al tiempo que la recién llegada situaba un suave beso a modo de saludo en los labios de David.