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Avanzaba con dificultad por entre los ciudadanos. Algunos se dirigían a casas a confortar a parientes de los fallecidos, otros buscaban refugio en la religión encendiendo velas. Los ignoraba lo más que podía, nunca había sabido lidiar con gente triste o adolorida. Ya llegando a la choza, pudo ver al anciano concentrado en la escotilla con una mano en su bastón y otra en una taza que llevaba a su boca tomando sorbos cortos y ruidosos.
El hombre, aún empapado en sangre ya seca, ignoró al muchacho que lo llamaba, hasta que éste apoyó su mano en el brazo del viejo, impidiéndole dar otro trago de su brebaje humeante.
—Spinavy, te recomendaría que dejaras esas bebidas.
—Sí… —el pelinegro lo miró extrañado, mientras el portero se volvía para mirar la escotilla.
—No es que quiera molestar ni nada, pero…
—Quieres que te cuente lo que oí ¿verdad?
—Siempre das en el blanco —dijo en tono burlón, en un intento de cortar el ambiente lúgubre.
—Bien, te contare. Dios sabe que me vendría bien alguien con quien hablar —un incomodo silencio se apoderó del momento, pero el canoso lo rompió con un suspiro—. Hay muchos problemas, la gente está asustada, en especial los concejales… Créeme, no hay combinación más desafortunada que alguien asustado y con poder. Y ese idiota de Moore está propagando el miedo con su superstición. Habla de revolución, cree que los albinos olerán la sangre de John hasta aquí. —Una risa corta y nerviosa logró escapar de sus labios—. Como si no fuera suficiente que el pobre hombre haya pasado por un infierno arrastrándose hasta mi escotilla.
—¿Tú crees que eso pueda ocurrir…? ¿La revolución?
—No, pero eso no cambia el hecho de que la gente se siente nerviosa y que nuestro querido consejo no sabe enfrentarse a personas histéricas.
—Líderes incompetentes y gente estúpida, otra mala combinación.
—De todas formas, es tarde vete a casa —su cara pasó a la preocupación nuevamente—. Deberías fijarte que Tom se encuentre bien, no he terminado de leer la lista de desaparecidos, pero temo que su padre esté en ella.
—No lo encontraras, él me dijo que había hablado con sus padres.
—Me alegro por él…
Nate comenzó su caminata a casa, pero no pudo evitar pensar en lo que Spinavy le había dicho. No había sido tanto la charla sobre el pueblo y la imbecilidad de Moore, sino lo que había dicho sobre Tom. Podía que su padre fuera cultivador, pero tal vez no había salido en ese turno.
Decidió desviarse por un pasillo más estrecho que el que lo llevaba al área de hospedaje de alto nivel —en donde vivía—, hasta llegar a la zona de viviendas de nivel intermedio o, como era comúnmente conocida, "el silo". Subió por uno de los escalerones hasta encontrar la casa designada a la familia Sicre. Titubeó al golpear la puerta. De inmediato, ésta se abrió y una mujer un tanto bajita, con los ojos colorados, lo miró mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo.
—Nate, lo siento pero no es un buen momento. Creo que debes irte.
El pelinegro trago saliva al ver como se cerraba la puerta lentamente, era la primera vez que no era recibido cálida y alegremente en el hogar de los Sicre. Por unos segundos, no logró entender, pero luego todo se volvió claro. Trepó casi mecánicamente por la pequeña ventana que daba al cuarto de Tom, que cómo siempre se había encerrado en su habitación. El pelirrojo lo miró y no alcanzó a decir una palabra antes de que la angustia se apoderara de él. Nate simplemente se sentó a su lado y lo abrazó. Nathaniel se consideraba una persona fuerte y sabía que debía serlo más que nunca para su amigo, pero el llanto que desgarraba la garganta de Tom lo consumía en vida. Sintió como le escocían los ojos, como se dilataba cada baso de su rostro y pronto estaba también aferrándose a él, permitiéndose llorar. En su mente veía diapositivas de Willard Sicre, quizás el mejor hombre que pisara alguna vez ese apestoso planeta. Le temblaba el labio inferior y los hipidos de la angustia habían comenzado a resonarle en el pecho. Estaba siendo quizás el peor a la hora de consolar, pero no podía evitar sentir que había perdido parte de su vida, quizás parte también de su mejor amigo.
Después de un rato que le supo a un segundo y sintió como eternidad, desclavó los dedos de los hombros de Tomas y se secó la cara mojada e hinchada sin un gramo de vergüenza. El niño hizo lo mismo y sorbió la nariz antes de mirarlo con gratitud.
Aquello le produjo una arcada que por poco lo hizo llorar otra vez. La llama que mantenía viva aquella inocencia que representaba Tom no estaba. Nate, sintiendo más peso en su pecho y más dolor que nunca, supo que jamás volvería.