MIRAR PERO NO VER
Cada día la misma rutina. La misma insufrible rutina en aquel lugar donde parecía no existir. Las personas la miraban, pero no la veían. Siempre educados, siempre formales… pero creyéndose mejor que ella. ¿Y por qué? Por el simple hecho de que ellos estaban en el lado opuesto de la barra. Una barra que los separaba menos de un metro pero que hacía que entre el resto de personas y ella hubiese un abismo. Que se formaran dos mundos.
No se avergonzaba de quien era, y mucho menos de trabajar sirviendo mesas y poniendo cafés. Sin duda alguna, en los tiempos que corrían, daba gracias por tener un trabajo del que poder quejarse. Pero eran aquellas miradas, aquellas no miradas, las que le hacían sentirse pequeña. Porque cuando personas como las que estudiaban en aquel lugar trataban con ella, sentía que no era eran así. Hijos de millonarios que tenían la vida resuelta, estudiantes que podían calcularte la raíz cuadrada de números demasiado largos como para esforzarte en leerlos… o simplemente personas que no perdían su tiempo hablando con ella. Un hola, un gracias y hasta el próximo café.
Rutina. Más rutina. Y cada día igual. Las mismas personas, los mismos pedidos, los mismos nombres… Al fondo siempre un grupo de chicas que hablaban de la fiesta del momento, En la mesa e al lado, un profesor corrigiendo exámenes mientras intentaba concentrarse por el barullo, en la barra, un chico solitario que siempre pedía un té… Y yendo y viniendo siempre las mismas personas.
Suspiras cansada, agotada y con las piernas agarrotadas de estar de pie toda la mañana. Pero pones tu mejor sonrisa. Los demás no deben notarlo.
- Ana, descansa un rato, yo te cubro.
Niegas con la cabeza. No es justo para Alicia que trabaje más que tú. No cuando ella al volver a casa tiene que hacerse cargo de sus hijos y tú eres sólo una muchacha de veinte años que no ha podido entrar en la universidad.
- Estoy bien.
- A una madre no se le puede mentir. Ni si quiera los que no son sus hijos.
Te sientas en una banqueta donde nadie puede verte y le sonríes cómplice. Llevas dos años trabajando allí con ella y ya la sientes como tu madre. Como una tía postiza que cuida de ti.
- No puedo más…
Alicia, que continúa limpiando la barra, enarca una ceja y te mira con suficiencia.
- Creo que hay algo que te va a hacer levantarte de esa silla de un salto.
- Con lo cansada que estoy no hay nada ni nadie que me haga levantarme de aquí, créeme.
Te equivocas. Porque al segundo estás de pie junto al taburete. Cuando le ves. Cuando oyes cómo saluda a ese conocido con el que acaba de encontrarse. Cuando hueles esa colonia suya que tus fosas nasales aspiran cada mañana. Porque verle entrar por la puerta todos los días a la misma hora es la única rutina que te alegra el día. Más que ver a ese profesor frustrado con sus alumnos, a esas chicas demasiado chillonas o a ese chico solitario que siempre se repite en su pedido.
Por que llevas dos años esperando a verle entrar por la puerta.
Alicia te hace señas para que le atiendas. Pero tus piernas no responden. Se vuelven mantequilla cada vez que lo ves esperando en la barra. Y te sientes estúpida. Pero como siempre, una sonrisa automática inunda tu rostro. La apariencia ante todo… Te acercas y carraspeas débilmente para llamar su atención. Y unos penetrantes ojos azules te devuelven la mirada. Esa mirada que cada día hace que parezcas una idiota que no sabe hablar. Porque te vuelves muda. No reaccionas. No respiras.
- Un descafeinado de sobre y un bollo con crema, por favor.
Tus piernas siguen sin responder y Alicia, como casi siempre, te salva y ya tiene el pedido listo encima de la barra para que no quedes mal.
- Dos con cincuenta.- Respondes débilmente.
Y mientras que él busca en su cartera cambios que darte, tu mente se pregunta por qué después de dos años sigues sin poder mirarle a la cara, se te sigue cortando la respiración.
Aceptas su dinero y te sonríe. Y parece que se para el tiempo. Y le ves alejarse de allí. Con su pedido entre las manos y ese andar perfecto. Y tú vuelves a sentirte pequeña. Mucho más pequeña que cuando te miran altivamente los clientes. Porque él logra hacerte sentir cosas que nunca antes nadie ha hecho. Sólo una mirada, una sonrisa suya, y la tediosa rutina se vuelve placer.
Y así todos los días. Vuelves a servir cafés, a repartir bollos, a fregar platos, a no recibir propina… Como cada día, todo igual. El grupo de chicas histéricas, el profesor malhumorado, el solitario de la barra con su té… Y tú con tu trapo limpiando la barra, esperando verle entrar.
Y cuando le ves de nuevo, tus piernas vuelves a ser mantequillas y sus ojos azules vuelven a traspasarte.
- Dos cafés.
Asientes con la cabeza. Mejor no hablar. Y le sirves su pedido intentando retrasar su marcha un poco más.
- Dos con treinta.
Saca las monedas. Vuestras manos se rozan cuando te las da. Y un escalofrío inunda tu cuerpo.
- Gracias, Ana…- Susurra.
Y sientes que flotas. Porque sabe tu nombre. ¡Sabe tu nombre! Y se va con esa sonrisa que quisieras solo te lanzase a ti…
- Otro día igual, ni una sola propina.- Dice Alicia al lado tuya. Peor tú no la escucha, aún miras a la puerta.- Menos del chico de la barra, el del té, me ha dejado… ¿Ana?
- ¿Mmm?
¡Porque te da igual la propina y el chico de la barra! ¡El sabe tu nombre!
Alicia se hecha a reír al verte y darse cuenta de qué ocurre y te manda al baño a despejarte. Porque así tiraras todo, si sólo estás pesando en él. Te refrescas la cara y miras tus mejillas sonrojadas en el espejo. No es justo. No es justo que el cause eso en ti. ¡Pero sabe tu nombre! Vuelve a repetirte una vocecilla por dentro. Y piensas que quizá él sea diferente a los demás. Que no quiera hacerte sentir pequeña cuando te mira. Que de verdad te mire…
Pero esas ideas duran poco cuando al día siguiente la rutina es interrumpida. Cuando estás agachada en la barra limpiando el café derrapado por el suelo. Cuando nadie te ce, pero tú si oyes. Y le oyes a él. Oyes su voz acompañada de otros y te quieres morir. Porque hablan de ti. Pero esta vez no sientes mariposas en el estómago cuando lo hacen.
- ¿Dónde está tu camarera?
- No es mi camarera.- Le escuchas decir.
- ¡Claro que sí!
- Sólo está coladita por mí, nada más… Pero es lógico ¿no?
- A ver si al final no te la vas a poder sacar de encima…
- Sólo tonteo con ella, ya sabes. Una sonrisita por aquí, una miradita por allá… y la llamas por su nombre para que se sienta especial. Nada del otro mundo.
- Cómo te gusta ser el centro de atención… Pero la tienes en el bote.
Comienzan a reír y quisieras que nunca hubiese dicho tu nombre. No haberte sentido especial por haberlo oído. Porque sólo es otro niño rico con ganas de pasar el rato. Porque cuando los oyes alejarse te sientes tonta, ridícula y pequeña… más pequeña que nunca.
Y cuando Alicia te pregunta qué te pasa no respondes. Porque te da vergüenza admitir tu ceguera, las falsas ilusiones que te habías hecho. Te da vergüenza haberle mirado durante dos años.
Ya sólo queda lo mismo. Vuelva ala rutina. A la misma asquerosa rutina de siempre. Y cuando es la hora de cerrar el bar sientes que estás cansada de todo y que no sabes si vas a ser capaz de volver un día más allí. Porque sientes que te mereces hacer algo más, lo que sea, pero no sólo eso.
Cierras el bar a oscuras y sales a la fría noche del campus. Y cuando no has dado más de cinco pasos alguien dice tu nombre. Ves una extraña sombra apoyada en un coche que parece seguirte con la mirada. Te giras, te acercas y frunces el ceño sin entender. Sin saber quién es ni por qué te llama. Pero si es una broma pesada no tiene gracia.
Entonces dice "hola" y se incorpora, dejándose alumbrar por la luz e la farola. Y tú frunces aún más en ceño cuando después de unos segundos de desconcierto te das cuenta que es el chico de la barra. Ese chico solitario y extraño que siempre pide té. ¿Qué se supone que quiere de ella? Pero dejas de preguntarte nada en tu mente cuando estira el brazo y te da una enorme margarita blanca con pétalos enormes. De esas que sólo salen en la televisión pero que parecen tan grandes como un girasol. Blanca, sencilla, hermosa… perfecta. Y esperas que te explique qué está pasando.
Cada día por los pasillos las mismas personas. Las mismas personas con las que sabe no congenia, ni quiere hacerlo. Porque sabe cómo son, son igual que su padre, igual que lo que quiere su padre que él sea. Pero su opinión desde ha tiempo que se la pasa por el forro. ¿Por qué no podrá alguna vez escucharle y comprender lo que él quiere? Estudiar empresariales para ser un soplapollas como él no es lo que quiere. Trabar en una empresa hasta las tantas y nunca ver a su familia. Ese no es el futuro que el quiere.
Entra en la cafetería y se sienta en la barra como cada día, dejando una enorme carpeta a su lado que le hace suspirar. ¿Por qué su padre no lo comprende? ¿Por qué no le deja hacer lo que le hace feliz? Es cierto que el arte, el dibujo, no te hace ganar enormes coches o tener una asistenta a la que poder tirare todos los viernes cuando tu mujer está en el club. Pero te deja vivir, te hace feliz. Al menos a él. Y eso es todo l oque quiere.
Pide un té como cada día y rueda los ojos al ver la sonrisa de Alicia, la camarera. Sí, siempre pide lo mismo, un té. Y seguramente sea el único que cada día pida eso. Pero su intolerancia a la lactosa no le deja muchas cosas calientes que poder llevarse a la boca.
Y entonces la ves, saliendo torpemente de la cocina con una bandeja de bollos en las manos, tropezando con lo que hay a su paso y la coleta despeina. Y sonríes, porque verla servir cafés es lo único que te alegra la mañana en esa tediosa rutina de la querría escapar.
Aunque ella sólo te vea como el rarito de la barra que siempre está solo. Aunque ella solamente tenga ojos para el estúpido de tu clase que se las lleva a todas de calle y sabes que sólo quiere reírse un rato de ella.
Y cuando le ves llamarla por su nombre como si fuese el secreto mejor guardado del mundo, cuando le ves provocándole ese sonrojo en sus mejillas quieres levantarte e irte. Pero sabes que ella ni lo notará. Cómo no nota que tú sí la miras, la escuchas, la ves…
Pero tus ganas de irte se vuelve ganas de pegarle cuando le escuchas reírse de la camarera y sabes que ella está detrás de la barra, agachada, queriéndose morir. Y sientes que ya e hora. Hora de que se de cuenta de que él no la mira y tu sí. Que a él no le importa y tú has grabado en tu mente cada palabra que a salido de su boca. Porque ya es hora de hacer algo…
Lo preparas todo, la esperas en esa gélida noche en el aparcamiento. Porque no vas a tener un futuro como el de tu padre. Tú vas a ser valiente y vas a seguir a tu jodido corazón, como él no lo hizo.
La ves, la llamas y le extiendes esa enorme margarita que tanto te ha costado encontrar.
- Un día le dijiste a Alicia que no te gustaban las rosas.- Comienzas a hablar.- Que era un regalo predecible. Pero que las margaritas… Sólo alguien que te quiere de verdad sabe ver lo bonito de unas margaritas.
Levanta el brazo y la coges con cuidado, todavía estupefacta de lo que escuchan tus oídos. Seguro que se está preguntado cómo sabes eso.
- Otro día.- Continúas.- Le dijiste que no te gustaba el chocolate, porque te daba alergia. Sé que en estos casos se suelen dar bombones, pero visto lo visto…
Entonces sacas de tu bolsillo un enorme paquete de regalices rojos. Sus favoritos. Y sabes que se pregunta si también sabes que lo son.
- Y sé que te llamas Ana porque es el nombre de la mejor amiga de tu madre.
- ¿Cómo sabes…?- Comienza a preguntar aún sin creerte lo que ocurre.
- Porque tú se lo dijiste a Alicia en el bar y yo estoy en la barra cada día…
Te observas detenidamente y algo en tu mente te hace saber en lo que piensa, en que no puedes creer que nunca se hayas fijado en ti. Porque hasta ahora sólo sabía Sólo que eras el chico solitario del té que siempre está en la barra. Pero su sonrisa te hace notar que se da cuenta que siempre la has visto, que siempre la ves.
- ¿Buscando a tu camarerita?
No respondes a la pregunta de ese idiota que te sigue a todos lados. Ni si quiera sabes por qué vas con él. Y te acercas a la barra esperando ver a esa chica que sabes está coladita por ti. Porque no sabe disimularlo. Hace una semana que no la ves y quieres volver a verla sonrojarse con tus palabras, igual que hacen las chicas de tu clase. Igual que hacía tu cita de ayer.
La ves detrás de la barra, pero está diferente. Contenta, alegre, relajada… Y ves cómo con fuerza y de un salto, se apoya en la barra y le da un beso al estúpido de tu clase de empresariales. Ese rarito solitario que no se junta con ninguno de vosotros porque se cree mejor. Se cree que él merece estar en otro lugar y no con vosotros.
Y la sangre de tus venas se hiela al escuchar sus risitas estúpidas y verles besarse delante de toda la cafetería. Porque ella sólo tenía ojos para ti. Y ahora ya ni te mira.