El venerable anciano
Hoy, sábado, había quedado en verme con unos amigos en Huipulco, para ir y explorar un poco más el sur de la ciudad. De modo que, ese día, salí temprano de mi casa, me subí a la combi, pagué $4.50 y me bajé para poder continuar el trayecto en metro. Saqué de mi cartera otros tres pesos. El metro es barato y bastante práctico, debo admitir. También puede ser engorroso.
Hice mi recorrido, que involucraba dos trasbordes. Y fue justamente en el último, donde colindan la línea 7 y la 2, que vi en las escaleras a un hombre que bajaba con dificultad. Tenía la mano derecha firme sobre el barandal mientras que su mano izquierda lo ayudaba a apoyarse en un bastón. Vestía de traje y no traía ningún tipo de portafolio o maletín. La gente iba y venía y nadie le prestaba atención. Me debatí un segundo sobre ayudarlo o no. Estos días, ya no se sabe en quién confiar, después de todo. Y la verdad es que ya estaba por concluir su aventura en las escaleras. Sin embargo, algo me impulsó a acercármele. Tengo una buena intuición, así que decidí hacerlo.
-Buenas tardes. ¿Está bien, necesita ayuda?- pregunté solícita. Al acercarme, me di cuenta que era un anciano, y me sentí un poco tonta por mi pregunta. Y para confirmármelo, me hizo repetirla. Sin embargo, una vez que pudo escucharme comentó con alegre ironía: -Yo estoy bien, niña. Lo único que tengo son muchos añ reímos de buena gana, con esa facilidad de los mexicanos para reírnos hasta de nosotros mismos. Su risa era ronca, proveniente de una garganta que había tenido sus rachas de risa, (y muy probablemente, sus rachas de tristeza). Sus ojos bailaban. Eran de un color claro, azul o verde, no sé, pero ocultos por la opacidad de las cataratas. Eran ojos que han visto mucho en esta tierra. Con todo, el señor se veía entero. No estaba encorvado y su piel, aunque algo arrugada, no delataba una edad muy mayor.
Una vez que bajamos las escaleras noté que no se apoyaba mucho en su bastón, y pensé que a pesar de su edad, estaba lo suficientemente bien como para aventurarse al metro estando solo. Tal vez tenía unos 75 años, decidí. Creo que me leyó la mente, porque enseguida me dijo: -¿Usted qué edad tiene, señorita? – Y antes de que pudiera responder, decidió adivinar. –Déjeme ver, usted tiene unos 22 años, ¿verdad?
-En efecto, tengo 22 años. -, contesté sorprendida y asentí con la cabeza. La verdad es que mucha gente cree que me veo más pequeña, y nunca creían que yo tuviera más de 20 años. Pero no aquel señor. -Y tú, niña, ¿cuántos años crees que tengo yo? – Preguntó enseguida. Decidí jugar a lo seguro y respondí:
-Unos… ¿68 años?- "Eso no suena tan mal, ¿o sí?" Pero aquel venerable señor se rió, y dijo de buena gana:
–Tengo 92 años, niña.
"¡Oh!" Yo me quedé anonadada. "¡92 años!" ¡El señor seguro no los aparentaba! Él vio mi expresión y se rió un poco más, y pensé para mis adentros: "Así es como quiero envejecer. Quiero vivir y ser feliz al final de mi vida." Pero su diversión acabó pronto. Su vista se nubló por un leve temor y preguntó vacilante:
-Disculpe… ¿este pasillo me lleva a Tasqueña?
-Sí señor. Si usted continúa este pasillo podrá trasbordar a la línea 2, dirección Tasqueña-, respondí.
-Gracias. Tenía… miedo, de no saber. ¿Sabe dónde queda la estación Ermita? – preguntó.
-Claro que sí –respondí,- casi llegando a Tasqueña. Es un largo camino. Yo voy a recorrer toda la línea del metro. ¿Gusta que lo acompañe?
Esto es algo raro. En la Ciudad de México la gran parte de la población no es mala, pero la verdad es que somos muchos, y por ende, siempre encuentras a personas de las cuales desconfiar. Recordé los reportajes de la televisión que revelaban el modus operandi de unos asaltantes que eran ancianos. Resulta que estos viejitos abusan de su edad para provocar lástima en un individuo, y cuando éste se acerca a ayudar, lo asaltan con un arma de fuego y salen corriendo tan rápido como sus ancianas piernas pueden llevarlos. Sacudí mi cabeza para alejar tales pensamientos. Después de todo, aquél era un señor ya muy mayor y con un entendible miedo a perderse.
Caminamos juntos al andén y le pelée un asiento. Afortunadamente, no había tanta gente. Me senté junto a él y empezamos a platicar. Curiosamente, la gente creyó que éramos abuelo y nieta. Mientras hablábamos de diferentes cosas, él miraba algo asustado las estaciones del metro. Me confesó que sus ojos ya no veían tan bien como antes debido a las cataratas y que no podía leer los letreros, así que no sabía dónde estábamos. Le dije que faltaban, fácil, unas doce estaciones y que no debía preocuparse.
-Es muy lejos- comentó el señor en un tono solemne.
-Así es. No se preocupe, yo le avisaré cuando lleguemos. Después de eso, pudimos disfrutar de la plática más a gusto.
El metro avanzaba rápidamente y se llenó de personas que se vieron obligadas, como siempre, a viajar de pie. El señor vio a estas personas y me contó:
-¿Sabes? Yo vine a la ciudad de México en 1935. En ese entonces, la ciudad era chiquita. Había poco transporte público, y a pesar de eso, siempre sobraban asientos. Simplemente, no había suficiente gente que fuera y viniera, de modo que, sin importar la hora, tú podías sentarte.
Me siguió relatando de los cambios de la ciudad, de los terremotos que tuvieron lugar en el 57, (aquella madrugada cuando se cayó el Ángel de la Independencia en Paseo de la Reforma), y también del sismo de 1985; de los cambios de la sociedad; de la evolución de la moda y demás. En un punto comentó que él siempre vestía de traje y corbata cuando salía a la calle, pues ésa era la educación que se le había dado. Me dio una perspectiva completamente diferente de mi és, me platicó algo más de él mismo, pero nunca me dijo su nombre. Lo que sí me dijo es que tenía siete hermanos, siete hijos, unos veinte nietos y tal vez unos treinta o más biznietos, muchos de ellos, de mi edad. No pude evitar preguntarme dónde estarían todos ellos, y por qué no había nadie que llevara a su abuelito a donde necesitaba , con una sonrisa en la cara, me dijo:
-El próximo viernes cumplo 72 años de casado. Pero con la misma mujer, ¿eh? – y se rió de buena gana. – En mis tiempos, los casorios eran eventos que sólo pasaban una vez en la vida.
"Matrimonios de papel", recordé las palabras de mi madre en ese momento. En efecto, muchas de las celebraciones nupciales que tienen lugar hoy en día son efímeras y no conllevan realmente el enorme compromiso de guardar el corazón y la integridad del ser amado "hasta que la muerte los separe". La conversación tomó otro giro, y cuando vi la ventana, me di cuenta que la próxima estación era Ermita. Se lo hice saber, y él se preparó para irse, pero antes de eso, se volteó y me dijo:
-Gracias. Yo tenía miedo de perderme, de no llegar, y sin embargo tú te acercaste, me ayudaste e hiciste que el viaje fuera muy placentero. En efecto, dicen que una buena plática acorta el viaje. En serio, gracias.
Yo me sentí increíblemente bien con el agradecimiento sincero de aquel desconocido. En ese momento, por alguna razón, le dije:
-Dios no nos deja solos.
Bajé del metro y continué el camino hacia el punto de reunión que mis amigos y yo habíamos planteado, pero mi pensamiento se quedó con un hombre que posee canas, voz cansada y anécdotas que sólo los años proveen. Aquél señor de espalda recta y ojos risueñamente opacos, de un tremendo valor y familia ausente, me recordó al abuelo que nunca tuve. Y en el fonde de mi ser, me hizo pensar en lo efímera que es la vida y lo hermoso que sería llegar a semejante eded, tan íntegro y risueño como él. Yo sé que en el metro uno ve de todo, pero éste, sin duda alguna, será siempre uno de los encuentros más memorables que tendré jamás.
Ciudad de México, 25 de febrero de 2011.
N/A:
Ésta es una recopilación de historias de la vida cotidiana, algunas escritas en primera persona y otras en tercera. Todas estas historias están inspiradas en la vida real y son un producto directo de ésta. Algunos de los personajes que se relatan aquí, especialmente los de la esfera pública, son reales y tienen voz e impacto en la vida real. No se busca hacer burla con ellos, sólo dar voz a una simple perspectiva.