- Ven, deja que te abrace.

- Que no. Que estoy bien, te he dicho - dijo sin despegar los ojos del suelo.

- Vale. Como tú me digas. Pero, ¿estás seguro? ¿Estás bien?

- Te digo que sí - continuaba sin mirar a otro lugar que no fuera el suelo, como si jamás hubiera visto algo tan interesante como aquellas insignificantes baldosas y rodeándose su cuerpo con sus propios brazos, intentando aislarse… o mantener las distintas partes de su cuerpo unidas.

- Bueno, vale - aceptó, aunque parecía reticente-. Si te encuentras bien, tengo que irme. Ya sabes que tengo ese examen tan importante para el que llevo semanas estudiando y ya llego tarde.

- Vale, sí, claro.

Abandonó la habitación. El que se permaneció en ella se desalentó y se maldijo mil veces por su cabezonería y su orgullo. Después de todo lo que le había pasado, además había conseguido quedarse solo. Sin su amigo. Pero, ¿qué clase de amigo era aquél que le abandonaba en esos momentos tan delicados? Le quería junto a él.

"Tú te lo has buscado" se dijo. "Tú le has echado, le has dicho que estabas bien, que no le necesitabas".

- ¡Maldita sea! - se sentó en el suelo, se tapó la cara con las manos y se derrumbó. Empezó a llorar-. Estoy solo - suspiró con tristeza.

- ¡Que te lo crees tú! ¿Cómo te iba a dejar, cabronazo? ¿Te crees que me iba a tragar lo de que no te pasaba nada? Venga, hombre, que eres un pésimo actor. Siempre lo has sido y siempre lo serás – le aseguró con una sonrisa cómplice.

Y sí, ahí estaba él. Con su alegría innata, con sus ojos llenos de preocupación por su querido amigo y con los brazos abiertos yendo al encuentro de su compañero, diciéndole las únicas palabras que éste necesitaba oír, aunque ni si quiera él estuviera convencido de que fueran ciertas.

- Todo irá bien.

Y le envolvió entre sus brazos como si de una manta protectora se tratara y le abrazó fuerte.


Porque en mi opinión a veces un abrazo ayuda más que mil palabras de consuelo. Saludos.