Era la hora en la que ella llegaba al restaurante. Se sentaba en la silla solitaria de la esquina y ordenaba el almuerzo. Siempre llegaba a la misma hora. Siempre con el mismo uniforme de trabajo. Cada dos días traía un gancho para el pelo nuevo. Y según sus primeras conversaciones a inicios de abril, se debía a que siempre se le perdían.
Le llevó a la mesa lo usual: Papás frita, pollo y una coca cola de dieta.
Las manos le temblaban. Le sonreía, le comentaba de su día. Sin saber que lo único en lo que podía pensar era en el perfecto color rojo de sus labios que resaltando perfectamente contra el color de su piel pálida y pecosa; que para rematar parecían burlarse de su miseria con el swing que cada palabra les daban.
Desvió la vista para dejar que su cara pusiera aparte la expresión de idiota que tenía, pero no tardó en darse pensar de que quizás esa no fue la mejor decisión puesto que sus ojos se habían encontrado con los pechos seductores de la muchacha. Se deslizaban delicadamente bajo el escote de su blusa de trabajo.
Mierda.
Ahora sí que no entendería una sola palabra de lo que ella estaba diciendo.
-Y los zapatos azules….Mi abuela….Mi perro….- decía en lo que ahora resultaba un lenguaje alienado para sus oídos, luego reía. El sonido melodioso de sus carcajadas infantiles era como una droga relajante y adictiva.
Mientras pretendía escucharla, se limitaba a asentir. No era su mejor interpretación de una persona que no está perdidamente enamorada e imaginando que chupaba de los pezones (probablemente rosados) de su interlocutora. Pero era lo único que tenía.
Un sonido extraño detuvo la risa que armonizaba la conversación.
Oh…era su voz. ¿En qué momento había recobrado el habla? Debía de ser su mecanismo de emergencia.
-Cuentas…Papeles….los hijos. Pero todo va bien- le respondió en el mismo lenguaje alienígena.
Su monologo patético parecía quitarle las ganas de reír a ella. ¿Le inquietaba? ¿Le preocupaba? ¿Celos? Quizás…Ojalá.
El lugar empezaba a llenarse de más personas. Obreros, taxistas. Era la señal de que sus quince minutos en el paraíso se acababan y debía continuar trabajando.
Le dedicó una última mirada a esos ojos grises que le enfocaban, cuasi burlones, y dijo la última línea de su acto; sólo porque quería que ella dijera su nombre "¿Vas a querer algo más?".
-No, gracias, Mónica.