Mi madre tenía muchas perlas de sabiduría, como les dicen, que podría compartir con ustedes, pero una de ellas era que la peor pesadilla no era aquella en la que te enfrentabas a los peores miedos, sino aquella que te ponía cerca de lo que más querías.
¿Cómo puede decir eso cierto?
Apenas podía pagar la renta; había venido a la gran ciudad en busca de una ilusión, como tantos otros pobres diablos que creen que son lo suficientemente buenos para sobresalir entre un mar de veinteañeros malpagados dispuestos a matar por un sueldo que esté por arriba de la línea de pobreza.
Lo sé porque, como una idiota, yo soy una de ellos.
Había estudiado cine. Me había enamorado del medio desde que era una pequeña niña; mis padres siempre fueron grandes fans del cine clásico, así que estuve expuesta a películas un poco más antiguas qué lo que veían mis compañeros de clase. No, no me interesaba tanto la peli de los Power Rangers, o ver como Kevin se las arreglaba para defender su hogar en Home Alone, pero sabía que Rick seguiría amando a Ilsa sin importar qué, y que no había lugar como el lugar.
Y desde entonces, quise ser directora. No era fácil, de entrada, por ser un ramo competido, y luego está el hecho de que no hay demasiadas mujeres en ese medio. Pero los sueños pueden más qué la razón, ¿no?
Más pesaron más los hechos.
—¡Señorita! ¡Ya habíamos ordenado! —escuché de un de los comensales de ese restaurante-bar en el que entré a trabajar.
Sí, la vida en la metrópoli no resultó ser tan glamorosa: tuve que tomar un empleo, cualquiera para pagar las cuentas, y poner los sueños en la congeladora.
Supongo que por eso los adultos somos tan amargados: todos soñamos con ser, no sé, bomberos o astronautas, pero de a poco algo nos va desviando de esas ilusiones. En algunos casos, uno termina en justo aquello que tanto deseabas, pero en la gran mayoría, estaremos en algo que sólo nos permita juntar nuestras migajas y vivir otro día más.
—Aquí tiene —finalmente les serví su plato.
Eran un grupo de cuatro, y debían tener más o menos mi edad: vestían en trajes de buena apariencia, casi siento que no merezco ver algo tan fino. Perros suertudos, pero así les toca a algunos.
Y así transcurrían mis días: levantarme, ponerme el uniforme, servir mesas, esperar clientes benevolentes que dejen propinas buenas en lugar de billetes falsos que no son más que invitaciones para unirse a alguna iglesia cristiana de la que una antes había oído hablar, regresar, dormir, y repetir.
Y no podía pagar un apartamento decente; tuve que tomar uno lejos del centro de la ciudad. El autobús tardaba al menos hora y media en llegar, pero por lo menos me daba el tiempo de descansar y dormir. Reponer horas de sueño que tanto me debían los jefes.
El último inquilino de mi apartamento se lo habían alquilado a un ciego, y el anterior a ese fue un inmigrante mexicano que mataron en un problema de pandillas. Y aclaro que lo mataron en el apartamento, pero era eso, o un contenedor en un callejón, así que no había mucho tiempo para quejarse.
Al menos había logrado mantener algo para seguir apegada a mi cordura: una laptop.
No tenía internet, y seguía teniendo ese juego de Pinball 3D, pero al menos me permitía seguir escribiendo algunos guiones, algunas historias, cosas que imaginaba que harían una buena película, o serie, o al menos comercial.
Enviaba mi hoja de vida a cuanto estudio, agencia de medios o cualquier otro lugar que involucrara una camara (incluyendo productores de cine porno; al menos no sería tan embarazoso dirigir esas películas como actuar en ellas), y durante mucho tiempo, nada, nothing, rién.
Pero un día, cambió todo con una llamada.
—¿Aló? —contesté al replicar a mi viejo celular Nokia, en el comienzo de mi único día de descanso
—¿Estoy hablando con Angela Levy?
—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?
Mi corazón latía a toda velocidad, porque en el fondo tenía la esperanza de que se tratara de una sola cosa.
Y adiviné.
—Me llamo David Friedman, soy director de medios de la agencia que lleva mi nombre. Hace un par de meses usted envió su curriculum con nosotros sobre la posibilidad de obtener una posición, ¿no es así?
—Sí, en efecto.
—Necesitamos alguien con expediente en estudios cinematográficos como un consultor de medios.
Y me explicó el resto, a lo que de no ser porque era vital, no hubiera puesto atención; sólo deseaba saltar como una niña pequeña abriendo un regalo de cumpleaños. Me explicó que en su agencia se encargan de distintas soluciones de medios para distintas compañías, y hacían cosas como comerciales, presentaban potenciales shows a algunas cadenas o canales y que tenían buenos contactos con distintas casas productoras de medios y entretenimiento.
En otras palabras: esta era mi primera oportunidad.
Me citaron, y me preparé como no había hecho desde la graduación; me peiné, me maquille, gasté cuántas muestras gratis de perfume que pude para dejar de oler a cerda en corral, me vestí con las ropas más decentes que tenía en el armario, y salí al encuentro de mi potencial destino.
Me amaron.
Vale, quizá no a tal extremo, pero les gustó mi iniciativa, mi personalidad y mi portafolio.
Había sido contratada.
Maravillos, ¡simplemente maravilloso! Era el primer paso de una nueva fase en mi vida, y antes de entrar de todo a ello, me despedí de mi antiguo trabajo, agradecida por darme un modo de sustento en mis días difíciles, y humilde y con respeto.
—¡Váyanse al carajo! —le grité a mi jefe en su cara, aventándole mi uniforme en su cara, y partiendo de ahí esperando no volver ni para comer (sé que nuestro cocinero no toma de todo en serio algunas medidas sanitarias)
Estaba dónde debía estar: entre cámaras y micrófonos, hablando de empresas que querían que implantara mi visión para sus productos.
Y en menos de lo que esperaba, el señor Friedman me citó a su oficina.
—Queremos que filmes el piloto de un programa de ficción —me dijo.
—¿Habla en serio?
Asintió; quería expandir los horizontes de su compañía, y presentar un show de ficción a alguna cadena importante. Ya habían hecho algunas propuestas de programas de concursos o de realidad, pero esto iba a un alcance mucho más amplio.
Y me preguntaron ideas: tenía un viejo guión que quizá podría mostrar. Aunque todavía no se había conseguido cosa alguna, estaba tan cerca que casi podía olfatear el dulce hedor del éxito.
¿Qué pasó después?
Desperté.
Estaba en mi cama, con tres suéteres por la falta de calefacción, una cobija que no alcanzaba a cubrir todo mi cuerpo, y un aviso en la alarma de mi reloj: eran las 6:30 de la mañana.
Tenía que levantarme, alistarme para otro día de trabajo, y tratar de sacar algo de monedas para sobrevivir otro día más.
Y entonces, finalmente comprendí la frase de mi madre: hubiera preferido soñar con ser asesinada, con fantasmas, con vampiros o con ser secuestrada por terroristas, porque al despertar sentiría una enorme dosis de alivio.
Pero soñar con haber conseguido lo que tanto había querido, para luego saber que todo eso estuvo en mi mente...
...Eso es peor qué cualquier pesadilla.