El silencio grita.

¿Cuántas veces has mirado hacia donde no debías?

¿Cuántas veces has oído algo que desearías no haber oído?

Mis manos sudan, el bolígrafo se resbala de mis manos, las palabras del profesor frente a mi pasan pero no se detienen en mi cerebro para comprender su significado. Su boca se mueve y puedo oírlo, algo está diciendo, lo sé. Pero no puedo comprenderlo, mi mente ha viajado demasiado lejos y no creo que vuelva, no ahora.

Miro el reloj por debajo de la mesa 09:49.

De pronto todas sus cabezas se giran y me observan, el profesor esta delante mío. Y probablemente algo haya preguntado.

—¿Podría repetir lo que he dicho en los últimos 20 minutos?

—N-no—tartamudeo incomodo mientras las miradas de mis compañeros no se despegan de mí.

El profesor suspira y se cruza de brazos.

—Deje de mirar por la ventana y preste atención.

Asiento sin moverme, sin pestañar y estoy seguro de que tampoco respiro.

Si fuera otro, tomaría mis cosas y saldría corriendo, saltaría de dos en dos los escalones de la escalera y escaparía fuera. Correría hasta llegar a mi casa y me escondería en mi cuarto, lo más aislado de la sociedad, escondido entre cuatro paredes de quince centímetros de ancho.

Sintiéndome a salvo.

Sin embargo, comprendo perfectamente que allí no estaría a salvo y seguramente en ningún sitio lo estaría. Quizás aquí, rodeado de personas, si. Pero en cuanto termine esta clase, vendrá otra y luego otra, el timbre sonara y tendré que salir.

Por primera vez en mi vida, no quiero salir de la escuela. No quiero quedarme solo.

Vuelvo mi vista a la ventana, el fino vidrio que nos separa de la plaza que está en frente e imagino una pequeña mosca luchando por salir. Desesperada por ir hacia el otro lado.

¿Cuándo deja una mosca de intentar salir por una ventana cerrada?

¿Son sus instintos quienes le detienen?

¿Cuándo sabe que ha insistido lo suficiente?

Entonces recuerdo el libro que leí la semana pasada, cuando aún estaba en paz conmigo y con el mundo.

¿Cuándo sabes que suficiente es suficiente?

Y el timbre suena.

Cada pasillo, cada lugar, en todos lados donde mire está repleto de alumnos. Algunos felices de saber que tendrán unos cuantos minutos donde su cerebro dejara de trabajar. Otros enojados o preocupados por lo que vendrá. Unos solitarios que vagan sin sentido, sin saber que hacer o decir. Incluso veo a los que están riendo con sus amigos de chistes que probablemente no comprenden, pero aun así se ríen y fingen que están bien. Y lo hacen bien, cualquiera lo creería, pero yo, que estoy aquí observando incomodo, veo que a pesar de todo, sus sonrisas son falsas y sus ojos solo demuestran tristeza.

Su vida solo es un intento de vida. Un intento de encajar y ser algo o alguien.

Y yo, yo solo soy alguien que tenía una vida y ahora se ha detenido.

Imaginen una pintura a medio pintar.

Como si un pintor hubiera hecho el mejor dibujo, uno del cual estaba muy orgulloso, compro pinturas de colores brillantes que cautivarían a cualquiera. Pero en el momento de pintar se dio cuenta que no era suficiente, que su dibujo no era tan bueno, que los colores no le alcanzaban y entonces abandonó todo.

Un paisaje a medio pintar. Una vida a medio vivir.

El timbre vuelve a salir y otro profesor vuelve a tomar el lugar del anterior. Todos se sientan en sus lugares y otra hora pasa volando. Luego otra, otra y una más. Y el timbre final suena, retumba en mis oídos como una alarma de incendio.

Sé que no es un simulacro, una verdadera alarma de incendio retumba en mi mente mientras tomo mis cosas y avanzo entre la gente, intentando ir despacio y salir ultimo.

De la escuela a mi casa hay once cuadras, un día normal tardaría entre 14 y 16 minutos en llegar. En cambio hoy, con cada paso siento que me desintegro, como si una parte de mi quedara atrás cada vez que avanzo. Un incendio que estalla en mi mente quemando todo pensamiento razonable.

Si voy muy rápido me mataran y si voy lento moriré.

Doblo en la esquina, esquivo a un chico que anda en bicicleta sobre la vereda y sigo avanzando. En ningún momento despego mi vista del suelo, ni siquiera cuando paso cerca de la casa de mis nuevos vecinos. Una casa que nunca tiene las ventanas abiertas y nunca, pero nunca, los veras de día.

Y si lo haces, jamás les mires a los ojos.

Nunca mires por arriba del tapial. No dejes a tus mascotas afuera. No abras las ventanas de noche. No les hables. No saques la basura tarde. Simplemente finge que no existes.

Finge que no oyes los gritos en la madrugada. Finge que no notas que sus ojos son rojos. Finge que no has visto los huesos escondidos en su patio trasero. Finge que no sientes el olor a putrefacción que sale de su casa. Finge que no te interesa su extraña forma de vestir. Finge que ellos no están. Y ellos fingirán que no saben de ti.

Pero lo saben. Saben donde estas, saben que haces o que dejas de hacer. Saben cuando te levantas y cuando te acuestas. Saben tus mejores sueños y también saben tus peores pesadillas.

En mi caso; son ellos.

Incluso cuando estoy lejos, cuando no los veo, cuando no los oigo. Puedo notar los gritos en el silencio y es tan extraño que siento que en realidad el silencio grita. Pero solo es mi atormentada imaginación, una sugestión que crece sin límites o fronteras.

Almuerzo solo como de costumbre mientras mi padre trabaja. La comida pasa por mi boca y poco me molesto en masticarla, hasta que en un momento sin querer muerdo mi lengua y siento el sabor salado y metálico que tiene mi propia sangre. Sigo comiendo como si nada hubiera pasado.

El sol cae, la luna se levanta reclamando su puesto en el cielo. Mi padre vuelve de trabajar, cansado apenas me saluda y cena sin mirarme. Cada uno se va a su habitación y ahí es donde caigo en la cama, sabiendo que otra noche de insomnio me espera.

A veces me pregunto porque cuando nos mudamos de casa elegí este cuarto. Especialmente el que esta al final de la casa, el que da al patio. El que casualmente está al lado de la casa de los vecinos. O también me pregunto por qué cuando sin querer con 10 años rompí con la pelota una madera de la persiana, jamás la reparé.

Ahora un espacio de 15 centímetros por 3, que es llenado de oscuridad cada vez que miro hacia allí. Incluso cuando lo cubro con las cortinas no puedo evitar mirarlo en medio de la noche e imaginar dos ojos rojos mirándome.

Pronto los leves ronquidos de mi padre se hacen presentes. El silencio que se extiende luego es insufrible, porque sé que luego cuando acabe deseare que vuelva y este no lo hará.

Pero los minutos pasan y con eso las horas, y ningún grito se oye. Me giro en la cama, tiro de las sabanas hasta que me cubran hasta los ojos, acomodo mi almohada e intento cerrar los ojos. Y lo hago cierro mis ojos con pesadez. Siendo consciente de lo que vi un segundo antes de cerrarlos los abro de golpe, mirando en dirección de la ventana, pero allí los ojos rojos que vi ya no están.

Consolándome que es mi imaginación que cada día empeora vuelvo acerrar los ojos y dejo caer mi cabeza.

Uno.

Dos.

Tres.

Es el máximo de segundos que puedo mantener mis ojos cerrados. Estiro el brazo, tanteando por la mesa de luz, hasta alcanzar el interruptor del velador. Lo enciendo y a pesar de que la luz ciega mis ojos por un tiempo, vuelvo a ver esos ojos que de nuevo vuelven a desaparecer.

Me pongo en pie mirando constantemente hacia el pequeño hueco negro. Sin necesidad de vestirme me pongo las zapatillas que deje debajo de la cama y salgo de la habitación. Miro en la puerta de mi padre que duerme en su cama sin que nada le inmute, continuo por la cocina, abro la heladera y al ver que no hay nada vuelvo a cerrarla.

El ventiluz de la cocina está abierto, antes solo pasaba mi gato. Repito, antes.

Cuando tenía un gato. Cuando vivía mi gato.

Un arañazo contra la puerta del patio me hace dar un salto, me quedo de piedra junto a la heladera. Deseando poder meterme en ella y encerrarme por el resto de mi vida. Aunque ningún ruido vuelve a oírse.

Salgo de allí, caminando a oscuras por la sala, rogando por no chocar contra nada. Me voy a encaminar hacia mi habitación de nuevo cuando cambio de parecer, doy media vuelta y sigo hasta la puerta del garaje. Quizás, lo único bueno de esta casa sea que no necesito salir de la casa para llegar hasta mi bicicleta que desde el año pasado no uso.

Ahora tiene que servirme de algo.

La reviso, comprobando que por un milagro las ruedas se han mantenido en buenas condicionas y con ella me vuelvo a encaminar a la sala, esta vez con mucho más cuidado. Busco las llaves de la casa, abro la puerta con precaución y antes de salir miro hacia el reloj de pared que a pesar de la oscuridad puedo ver que son las tres de la madrugada.

Mientras las ruedas giran sobre el asfalto de las calles solitarias en lo único que puedo pensar es en ellos.

Ellos, los que todos niegan, los que solo consideran ficción.

Podríamos decir que a veces ser ignorante de ciertas cosas es mejor. Vivir en una mentira que te mantendrá feliz por el tiempo que vivas. Quizás nunca lo sepas. O quizás cuando lo veas no te des cuenta.

Pero si lo vez, imagina que no lo has hecho. Intenta alejarte.

Finge.

Ya lo he dicho antes y lo repetiré ahora; finge. Porque no quieres verlo, no quieres saberlo. No lo necesitas.

Si te despiertas en medio de la noche y los oyes, solo has como si no lo notaras. Si sientes su respiración, has que duermes.

En este momento lo estoy sintiendo. Prefiero ignorarlo y seguir mi camino con la bici. Imaginar que no he oído nada, creer que no siento nada.

Y solo esta vez me es imposible y volteo. Allí están. Ellos que al parecer tienen paciencia y han esperado el momento adecuado.

Es en ese momento cuando me doy cuenta que estoy llegando a las vías del tren. Ese segundo de tu vida donde te permites parar y pensar cual será tu siguiente decisión.

Ese instante en que te das cuenta de que de nada sirve lo que has hecho o lo que haces, o lo que harás. No cuando ellos están allí, esperando por ti.

Luces iluminan mi camino, el tren esta cerca, se oye fuerte y claro. Vuelvo a mirarlos, ellos están quietos sin moverse y me doy cuenta de que esta vez es al revés.

Si voy lento me mataran y si voy muy rápido moriré.

Soy consciente de eso cuando ya me he puesto a pedalear.

—¿Hiciste la tarea de matemática?

—¿Qué? No, no ¿Había tarea?

Mi compañero asiente y el timbre suena, de reojo miro por la ventana del salón antes de salir. Suspirando pesadamente mientras vuelvo mi vista hacia mi reloj 09:50.

FIN~