IV.

Blanco y gris con un toque de humedad eran los colores en el cielo raso del colegio.

Amanda estaba concentrada precisamente en la humedad. La marca en el techo del instituto de monjas que parecía guardar las almas de esas pobres chicas que no habían sucumbido a la palabra de sus institutrices vestidas como pingüinos con gafas.

Pronto mi alma se unirá a ustedes. Pensó y se pasó la mano por los cabellos rojos que jamás cepillaba. Estaba esperando la última hora de clases, pronto tendía que ir a La Ganache. Hoy quería llegar temprano. Llevaba trece días trabajando allí y no había podido llegar a tiempo ni una sola vez. Se preguntaba qué cara pondría Luisa "la perfecta" si la veía haciendo al menos eso bien. Tocar sus puntos débiles se había convertido en su entretención favorita del día. Esa chica simplemente tenía el tipo de cara de esas personas que era divertido fastidiar.

Al menos eso era lo que Amanda pensaba.

Si se bañaba rápido después de la clase de educación física y saltaba la verja en vez de tomar el portón principal seguramente podría llegar a las dos y cuarto. Bueno. Eso era si lograba esquivar a su ex en el pasillo. En muy mal momento se le había ocurrido salir con la peleonera del salón.

Todo había empezado como un juego más. Estaba con una exploradora renuente a aceptarse a sí misma. Luego se había puesto intenso cuando Amanda había decidido que quizás si estaba enamorada de esa pequeña bola de problemas llamada Mónica López y había grabado sus nombres en la pared del baño con un exacto y tinta de marcador negro. Ese fue el peor error que Amanda pudo cometer. No sólo había "arruinado" una relación que había empezado a disfrutar al exponerlas de esa manera sin el consentimiento de la otra sino que también había "humillado" a la señorita López con la confirmación pública de sus "pecados".

Cuando todo el colegio lo murmuraba y Mónica la estaba evitando como a la peste, Amanda había tratado de enmendar las cosas haciéndose la valiente. Había tratado de hacerle ver a López que no había nada que temerle al qué dirán si enfrentaban la ignorancia de la gente juntas. En un momento de estupidez, cuando el chisme estaba en su punto de ebullición, Amanda le había tomado la mano a Mónica en el pasillo mientras le gritaba esas exactas palabras.

Amanda sonrió.

Ahora que lo pensaba, en realidad su peor error había sido creer que Mónica se sentía de la misma manera sobre su relación.

Un segundo después de que las palabras salieran por su boca en ese horrible cinco de febrero, hace dos meses y medio ya, Mónica López la cacheteó.

-¡No me toques! ¿Te has vuelto loca?- le había rugido con esa voz que antes sólo le regalaba gemidos y palabras de amor.

Todos nos volvemos locos. Pensaba Amanda ahora para sus adentros.

Pero no todo mundo lo hacía en la manera en que Mónica López lo había hecho. Había pasado de una tímida y calenturienta mojigata a una fiera indignada que no sólo había gruñido en frente de toda la escuela que ella no tenía nada que ver con "La fracasada de Amanda Rhodey", sino que ahora la esperaba afuera del colegio todas las tardes para golpearla.

Amanda no podía creerlo al principio. Y para ser honestas, la pelirroja jamás le hacía nada. Sólo la dejaba llenarla de moretones. Ella, a diferencia de otras personas, no era capaz de ir en contra de sus propios principios y herir a alguien que una vez amó. Aun cuando ese amor hubiese sido señalado de sucio. Asqueroso. Pecaminoso. Aun cuando esa persona fuese quien te estuviese tirando al suelo y maltratando con sus propias manos.

Ella no le iba a dar el gusto de ponerle un dedo en cima.

Para Amanda golpearla significaba darle la razón, aceptar que ahora eso era lo que ellas dos debían ser. Demostrase odio para que nadie nunca pusiera en duda que todo no había sido más que una broma pesada producto de un desprecio visceral que ambas se correspondían.

Mónica podía, si quería, dejarle toda piel que una vez beso llena de verdes o morados. Amanda sólo la miraría, esperando que un día se detuviera. Esperando que un día se atreviera al menos a verla a los ojos después de dejarla tirada como trapo sucio en el suelo. Soñando con que un día recapacitaría y se daría cuenta de lo que le estaba haciendo.

Por dentro Amanda sabía que nunca lo haría. Sabía que sus ojos azules le causaban culpa a la muchacha de brazos fornidos. Esa, supuso, sería su venganza entonces. Tendría que serlo porque ciertamente la directora de disciplina siempre le daba la razón a Mónica y al resto de clases. Para ese puto colegio ella era la mala, la enferma, la grotesca.

¿Y qué dirían sus padres si le descubrieran sus morados? Seguramente nada. Estaban demasiado absortos en sus propios problemas como para prestarle atención. Siempre había sido de esa manera. Cuando alguien llamaba a poner quejas sobre ella nunca se tomaban dos segundos para preguntarle la profundidad del asunto. O eras buena o eras mala… pero nunca había una gama de grises. No. Si vieran sus morados creerían que se los había provocado ella misma haciendo alguna de las estupideces de las que ella era capaz.

Eran gente normal sin ningún tipo de profundidad.

Gente normal.

Como Luisa.

Amanda miró que hora marcaba su reloj de muñeca. Eran las doce y cuarenta y cinco.

La campana del cambio de clase había sonado ya hace quince minutos así que ahora podría aprovechar para escabullirse en los vestidores del gimnasio sin que nadie la viera como la veían desde que el incidente con Mónica López se había regado. Como si estuviera enferma.

Tomó sus cosas y se apresuró. Llegar tarde siempre hacia que Geraldine, la profesora de educación física, se molestara con ella. Aunque bueno, respirar hacía que cualquier ser humano a su alrededor se molestara con ella. La diferencia era que Geraldine Palacios podía torturarla físicamente y hacerlo ver como parte de la clase.

Aceleró el paso. No quería quedar demasiado demacrada para hacer un peor trabajo en la pastelería de su madre. Luisa aún no se había quejado de su pésimo desempeño, pero si lo hacía su madre le quitaría los escasos privilegios que le quedaban. Se lo había advertido hace poco, un par de días por lo menos. Una sola palabra de parte de Luisa y estaría condenada.

Ver Supernatural y de Walking dead era su único consuelo después de tener que enfrentarse a su porción diaria de mierda. Ella no podía darse el lujo de que su madre le quitara la computadora.

Pensando en eso, atravesó las puertas del baño de chicas y comenzó a desvestirse. No se escuchaban pasos en la cancha así que deducía que aún podía evitar el castigo de la profesora si se apresuraba. Se quitó todo hasta quedar únicamente en bragas y corpiño, luego con sus manos empezó a buscar el uniforme deportivo en su maletín. No lo encontró.

Confundida, Amanda le dio la vuelta a su maleta escolar en el aire y todos sus útiles cayeron en el piso seco de baldosas azules. Cuadernos, lápices y borradores. No había ningún rastro de shorts rojos ni camiseta blanca. Eso era bastante extraño. Ella juraba que los había puesto allí en la mañana, decidió inclinarse y recoger sus cosas. Su uniforme tenía que estar en alguna parte.

Mientras sus manos buscaban desenfrenadamente dentro de la tela de la mochila, alguien entró al baño. Amanda sostuvo el aliento sin levantar la vista de sus cosas. Ella conocía perfectamente los pasos salvajes que hacían eco en las paredes de las duchas vacías.

-¿Se te perdió algo?- le preguntó Mónica desde la puerta. Amanda no levantó la vista. Ni si quiera le contestó.

Lentamente trató de levantarse y agarrar su jumper azul. Sin embargo, la mano grande y gorda de Mónica la detuvo, fue entonces cuando Amanda levantó la vista asustada. Mónica estaba mirando su mano, no sus ojos. Como siempre.

-¿Qué es lo que quieres, Mónica?- le preguntó, aunque ya sabía perfectamente que era lo que quería. Borrarla a punta de puñetazos de su vida como si nunca hubiera existido.

Mónica no contestó enseguida. El sonido de otros pasos llamó la atención de Amanda. Muchas chicas de su salón entraron con cubetas de algo que Amanda no supo distinguir desde donde la tenían agarradas las manos de su ex novia.

Amanda empezó a sudar frio.

-Dime, Rhodey- escuchó que le hablaba Mónica, apretándole aún más el brazo- ¿Por qué siempre llegas tarde a la clase de educación física? Es porque no quieres cambiarte con ninguna de nosotras ¿Verdad? Es porque dentro de tu cabeza sólo puedes imaginarte porquerías mientras nos cambiamos ¿¡NO!?

La mano de Mónica temblaba de la misma rabia que tenía. Amanda sonrió. Eso era lo único que le quedaba por hacer, como siempre, reírse con resignación de sus propios fracasos.

-Pues- le dijo con la garganta seca a todas las presentes- Dado que yo soy la que está semidesnuda y son ustedes las que vinieron como locas a verme cambiar, yo diría que…las que tienen la mente cochina son otras ¿No?

Aunque Amanda pensó que su respuesta había sido perfecta, no tuvo tiempo de degustar la gloria o impacto que causó. En menos de nada, la mano pesada de Mónica le soltó el brazo sólo para descargarse con fuerza sobre su rostro.

El sonido sordo de la cachetada la había tomado con más sorpresa de lo que hubiera querido admitir.

Mónica pronto la tiró con fuerza contra el suelo, provocando que los huesos frágiles de Amanda hicieran un sonido seco en todo el cuarto de baño.

Nadie la defendió. Nadie gritó que parara, que era demasiado. Todas observaban como lúgubres verdugos, como si eso fuera lo que Amanda se mereciera por haber amado a Mónica López.

El cuerpo de la pelirroja estaba en el suelo frio mientras Mónica le gritaba miles de groserías y le citaba la biblia.

Amanda levantó la cara para verla y se dio cuenta de nuevo que no era su rostro el que veía mientras se desahogaba contra quien sabe que demonio. Fue entonces cuando la tristeza y el dolor físico de Amanda se transformaron en ira y de su garganta salió un rugido quebrado.

-PERO MIRAME A LA CARA - lanzó con toda la fuerza de sus pulmones mientras las lágrimas se le salían sin tapujos de ningún tipo.

Mónica palideció. El grito había sonado desgarrador y desvalido. Amanda nunca había sido buena ocultando sus emociones.

-¿Por qué no eres capaz de mirarme a la cara cuando me haces esto? ¡PUTA!- le gruñó de nuevo la pelirroja desde el suelo y Mónica de le quitó de encima. Entonces, sin la menor misericordia, todas las chicas del salón caminaron en fila hasta donde se encontraba Amanda y vaciaron el contenido de los baldes sobre ella.

Gotas con un olor intoxicante, un aroma lo que Amanda solamente pudo distinguir como pintura, rodaron por su blanca piel cubriendo hasta la última de sus inocentes pecas. Fue entonces cuando Mónica hizo lo último que tenía que hacer. Escupió en la cara de Amanda.

-Tú eres la puta, asquerosa lesbiana- le escuchó decir.

Las palabras quebraron algo dentro de Amanda, algo que no se había quebrado antes a pesar de todas las cosas que Mónica le había hecho. Y la vista de la agredida se puso roja de la misma rabia.

El resto del mundo se tornó negro. Simplemente desapareció.

Cuando Amanda pudo recobrar consciencia de sus actos fue cuando sintió los brazos de tres chicas sosteniéndola. De su boca salían blasfemias, palabras que ninguna de esas chiquillas niñas de su casa había probablemente escuchado en la boca de alguien tan cerca a su humanidad.

-AH, PERO CUANDO TENÍA LOS DEDOS METIDOS EN TU CULO ENTONCES SI NO ME ESCUPIAS EN LA CARA. TE VAS A PODRIR EN LO MÁS PROFUNDO DEL PUTO INFIERNO, TU Y LA PUTA QUE TE PARIO. Y LO SÉ PORQUE YO VOY A SER LA QUE TE MANDE PARA ALLÁ GRANDICIMA ESTUPIDA.

Los ojos desorbitados de Mónica la miraban mientras hablaba. Al fin la miraban. Y Amanda sabía perfectamente que era lo que había en ellos mientras todo eso salía de quien sabe que rincón podrido dentro de su organismo.

Miedo.

Mónica López, ahora igualmente embarrada en pintura y arañazos en la cara, por fin le tenía miedo. Miedo de lo que había logrado. Miedo de lo que veía en el rostro enloquecido de Amanda. Ella lo sabía. Todas las presentes lo sabían. Por fin, el odio era mutuo.